Juan Calvino
1. TODOS LOS HOMBRES VIVEN PARA CONOCER A DIOS
Ni siquiera entre los bárbaros y
completamente salvajes es posible encontrar un hombre que carezca de
cierto sentido religioso; y esto es debido a que todos nosotros hemos
sido creados para este fin: conocer la Majestad de nuestro Creador y,
una vez conocida, tenerle en gran estima por encima de todo, y
honrarle con todo temor, amor y reverencia.
Dejando aparte a los infieles, que solo
tratan de borrar de su memoria este sentido de Dios, implantado en
sus corazones, nosotros, los que hacemos profesión de piedad, hemos de
tener presente que esta vida caduca y que pronto terminará, no
debería ser otra cosa sino una meditación de la inmortalidad. Ahora
bien, en ninguna parte podemos encontrar la vida eterna e inmortal, si
no es en Dios. Por tanto, el principal cuidado y preocupación de
nuestra vida debe consistir en buscar a Dios y aspirar a Él con todo
el afecto de nuestro corazón y encontrar el único reposo sólo en Él.
2. DIFERENCIA ENTRE LA VERDADERA Y LA FALSA RELIGION
Nadie querrá ser considerado como
absolutamente indiferente a la piedad y al conocimiento de Dios, ya
que está demostrado, por consentimiento general, que si llevamos una
vida sin religión, vivimos miserablemente y no nos distinguimos en
nada de las bestias.
Pero existen maneras muy diversas de
manifestar la religión de cada uno; pues la mayoría de los hombres no
obran precisamente movidos por el temor de Dios. Y puesto que,
quiéranlo o no, se sienten como obsesionados por esta idea que
continuamente les viene a la mente: "que existe alguna divinidad cuyo
poder les mantiene de pie o les hace caer"; impresionados, de una u
otra forma, por el pensamiento de un poder tan grande, le profesan
cierta veneración por miedo a que se enoje contra ellos mismos si le
desprecian demasiado. Sin embargo, al vivir fuera de Su ley y rechazar
toda honestidad, demuestran una gran despreocupación, pues están
menospreciando el juicio de Dios. Por lo demás, como no conciben a
Dios según su infinita Majestad, sino según la loca e irreflexiva
vanidad de su mente, de hecho se apartan del verdadero Dios. He aquí
por qué, aun cuando hagan un esfuerzo cuidadoso por servir a Dios,
esto no les vale para nada, ya que en vez de adorar al Dios eterno,
adoran, en su lugar, los sueños e imaginaciones de su corazón.
Ahora bien, la verdadera piedad no
consiste en el temor, el cual muy gustosamente eludiría el juicio de
Dios, pues le tiene tanto más horror cuanto que no puede escapar a él;
sino más bien en un puro y auténtico celo que ama a Dios como a un
verdadero Padre y le reverencia como a verdadero Señor, abraza su
justicia y tiene más horror de ofenderle que de morir. Y cuantos
poseen este celo no intentan forjarse un dios de acuerdo con sus
deseos y según su temeridad, sino que buscan el conocimiento del
verdadero Dios de Dios mismo, y no lo conciben sino tal y como se
manifiesta y se da a conocer a ellos.
3. LO QUE DEBEMOS CONOCER DE DIOS
Como la Majestad de Dios sobrepasa en
sí la capacidad del entendimiento humano e incluso es incomprensible
para éste, tenemos que adorar su grandeza más bien que examinarla para
no vemos completamente abrumados con tan grande claridad.
Por esto debemos buscar y considerar a Dios en sus obras, a las que la Escritura llama, por esta razón,
"manifestaciones de las cosas invisibles" pues nos manifiestan lo que, de otro modo, no podemos conocer
del Señor.
No se trata ahora de especulaciones
vanas y frívolas para mantener nuestro espíritu en suspenso, sino de
algo que necesitamos saber, que es alimento y que confirma en nosotros
una auténtica y sólida piedad, es decir, la fe unida al temor .
Contemplemos, pues, en este universo la inmortalidad de nuestro Dios,
de quien procede el principio y origen de todo lo que existe; su poder
que ha creado un tan gran conjunto y ahora lo sostiene; su sabiduría
que ha compuesto y gobierna una variedad tan grande y tan diversa
según un orden exquisito; su bondad que ha sido en sí misma causa de
que hayan sido creadas todas estas cosas y de que ahora subsistan; su
justicia que se manifiesta de un modo maravilloso en la protección de
los buenos y en el castigo de los malos; su misericordia que, para
movemos al arrepentimiento, soporta nuestras iniquidades con tan gran
dulzura.
Por cierto que este universo nos
enseñaría, en la medida que lo necesitamos, y con abundantes
testimonios, cómo es Dios; pero somos tan rudos que estamos ciegos
ante una luz tan brillante. Y en esto no pecamos sólo por nuestra
ceguera, sino que nuestra perversidad es tan grande que, al considerar
las obras de Dios, todo lo entiende mal y torcidamente, tergiversando
por entero toda la sabiduría celestial que, muy al contrario,
resplandece en ellas con gran claridad.
Tenemos, pues, que detenemos en la
Palabra de Dios que nos describe a Dios de un modo perfecto por sus
obras. En ella se juzgan sus obras no según la perversidad de nuestro
juicio, sino según la regla de la eterna verdad. Allí aprendemos que
nuestro único y eterno Dios es el origen y fuente de toda vida,
justicia, sabiduría, poder, bondad y clemencia; que de Él procede, sin
excepción alguna, todo bien; y que, por consiguiente, a Él se le debe
con justicia toda alabanza.
Y aunque todas estas cosas aparecen
claramente en cualquier parte del cielo y de la tierra, en definitiva
sólo la Palabra de Dios nos hará comprender siempre y con toda verdad
el fin principal hacia el que tienden, cuál es su valor, y en qué
sentido tenemos que interpretarlas. Entonces profundizamos en nosotros
mismos y aprendemos c6mo manifiesta al Señor en nos otros su vida, su
sabiduría, su poder; y cómo obra en nosotros su justicia, su
clemencia y su bondad
4. LO QUE DEBEMOS CONOCER DEL HOMBRE
El hombre fue, al principio, formado a
imagen y semejanza de Dios para que, por la dignidad de que tan
noblemente le había Dios revestido, admirase a su Autor y le honrase
con el agradecimiento que se debía.
Pero el hombre, confiando en la
excelencia tan grande de su naturaleza, olvidó de dónde procedía y
quién le hacia subsistir, y pretendió alzarse contra el Señor. Fue,
pues, necesario que se le despojase de todos los dones de Dios, de los
cuales se enorgullecía locamente, para que así, privado y desprovisto
de toda gloria, conociese al Dios que le había enriquecido con
generosidad y a quien se había atrevido a despreciar.
Por lo cual, todos nosotros, que
procedemos de Adán, una vez que esta semejanza de Dios ha desaparecido
de nosotros, nacemos carne de la carne. Pues, si bien estamos
compuestos de alma y cuerpo, sentimos siempre y únicamente la carne,
de suerte que sea cual fuere la parte del hombre sobre la que fijemos
nuestros ojos, sólo podemos ver cosas impuras, profanas y abominables
para Dios. Pues la sabiduría del hombre, cegada y asediada por
innumerables errores, se opone continua mente a la sabiduría de Dios;
la voluntad perversa y llena de afectos corrompidos a nada profesa más
odio que a su justicia; las fuerzas humanas, incapaces de cualquier
obra buena, se inclinan furiosamente hacia la iniquidad.
5. DEL LIBRE ALBEDRIO
La Escritura atestigua con frecuencia
que el hombre es esclavo del pecado; lo que quiere decir que su
espíritu es tan extraño a la justicia de Dios que no concibe, desea,
ni emprende cosa alguna que no sea mala, perversa, inicua y sucia;
pues el corazón, completamente lleno del veneno del pecado, no puede
producir sino los frutos del pecado.
No pensemos sin embargo que el hombre
peca como impelido por Una necesidad ineludible, pues peca con el
consentimiento de su propia voluntad continuamente y según su
inclinación. Pero como a causa de la corrupción de su corazón odia
profundamente la justicia de Dios, y por otro lado le atrae toda
suerte de maldad, por eso se dice que no tiene. El libre poder de
elegir el bien y el mal --que es lo que llamamos libre arbitrio.
6. DEL PECADO Y DE LA MUERTE
El pecado, según la Escritura, es tanto
esta perversidad de la naturaleza humana que es la fuente de todo
vicio, como los malos deseos que nacen de ella, y los injustos
crímenes que éstos originan: homicidios, hurtos, adulterios y otros
parecidos. Así, pues, todos nosotros, pecadores desde el vientre
materno, nacemos sometidos a la cólera y a la venganza de Dios.
Y cuando ya somos adultos, acumulamos sobre nosotros, cada vez más pesadamente, el juicio de Dios.
Por último, durante toda nuestra vida, avanzamos más y más hacia la muerte.
Pues si no hay duda alguna de que
cualquier iniquidad es odiosa para la justicia de Dios, ¿qué podemos
esperar ante Él, nosotros que somos miserables y estamos abrumados por
el peso de tanto pecado y manchados con innumerables impurezas, sino
una confusión segura, según su justa indignación?
Este conocimiento, aunque aterra al
hombre y le llena de desesperación, nos es sin embargo necesario para
que, desnudos de nuestra propia justicia, privados de toda confianza
en nuestras propias fuerzas, y desprovistos de cualquier esperanza de
vida, aprendamos, comprendiendo nuestra pobreza, miseria e ignominia, a
postramos ante el Señor, reconociendo nuestra iniquidad, impotencia y
perdici6n, sepamos adscribirle toda la gloria por la santidad, el
poder y la salvación.
7. COMO SOMOS ENCAMINADOS A LA SALVACION y A LA VIDA
Si este conocimiento de nosotros
mismos, que nos muestra nuestra nada, ha penetrado verdaderamente en
nuestros corazones, entonces nos será fácil el acceso al verdadero
conocimiento de Dios. Este Dios ya nos ha abierto una especie de
primera puerta en su Reino, al destruir estas dos nefandas pestes: la
seguridad de que no nos ha de alcanzar su venganza, y la falsa
confianza en nosotros mismos. Entonces comenzamos a levantar hacia el
cielo aquellos ojos hasta ahora fijos y clavados en tierra, y
suspiramos por el Señor los que sólo descansábamos en nosotros mismos.
Y por otra parte este Padre
misericordioso, aun cuando nuestra iniquidad merece un trato bien
distinto, se revela entonces voluntariamente a nosotros según su
bondad inenarrable, cuando precisamente estamos tan afligidos y
aterrorizados. Y por los medios que conoce son útiles a nuestra
debilidad, nos llama del error al recto camino, de la muerte a la
vida, de la ruina a la salvación, del reino del diablo a su propio
reino. Para todos aquellos a quienes se digna conceder de nuevo la
herencia de la vida celestial, establece el Señor como primera etapa
que se sientan entristecidos en sus conciencias, cargados con el peso
de sus pecados y estimulados a permanecer en su temor; y por eso nos
propone, para comenzar, su Ley, la cual nos ejercita en este
conocimiento.