por Charles Haddon Spurgeon
"Si yo no hubiera venido, ni les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa por su pecado." -- Juan 15:22
El pecado característico de los judíos, el pecado que agravó sus iniquidades anteriores por sobre todas las cosas, fue su rechazo de Jesucristo como Mesías. Él había sido descrito con toda claridad en los libros de los profetas, y aquellos que lo esperaban, tales como Simeón y Ana, tan pronto lo vieron aun en Su condición de bebé, se regocijaron de contemplarlo, y entendieron que Dios había enviado Su salvación. Pero debido a que Jesucristo no respondía a las expectativas de esa generación perversa; debido a que Él no vino ataviado con pompa ni vestido con poder; debido a que no tenía los arreglos de un príncipe ni los honores de un rey, ellos cerraron sus ojos respecto a Él; Él era "como raíz de tierra seca," Él fue "Despreciado y desechado entre los hombres." Y su pecado no se detuvo allí. No contentos con negar Su condición de Mesías, los judíos estaban sumamente inflamados en su ira contra Él; lo cazaron durante toda Su vida, buscando Su sangre; y no se calmaron hasta que su malignidad diabólica hubo sido enteramente saciada al pie de la cruz, viendo los estertores agonizantes y las cruentas agonías de su Mesías crucificado. Aunque sobre la propia cruz estaban escritas las palabras: "JESÚS NAZARENO, REY DE LOS JUDÍOS," ellos no conocieron a su rey, el Hijo eterno de Dios; y puesto que no lo conocieron, lo crucificaron, "porque si lo hubieran conocido, nunca habrían crucificado al Señor de gloria."Ahora, el pecado de los judíos es repetido cada día por los gentiles; eso que aquellos hicieron una vez, muchos hacen cada día. ¿Acaso no hay muchas personas aquí presentes el día de hoy, escuchando mi voz, que olvidan al Mesías? Ustedes no se meterían en el problema de negarlo; ustedes no se degradarían, en el que es llamado un país cristiano, poniéndose de pie para blasfemar Su nombre. Tal vez ustedes sostienen una doctrina sana relativa a Él, y creen que Él es el Hijo de Dios, así como el Hijo de María; pero aún así no cumplen lo que Él pide, y no le dan ningún honor, y no lo aceptan como digno de su confianza. Él no es su Redentor; ustedes no esperan Su segunda venida, ni están esperando ser salvos por medio de Su sangre; es más, peor aún, ustedes lo están crucificando hoy; pues, ¿acaso no saben que los que hacen a un lado el Evangelio de Cristo, ciertamente crucifican de nuevo al Señor y abren ampliamente Sus heridas? Cuantas veces oigan la predicación de la Palabra y la rechacen, cuantas veces sean prevenidos pero ahoguen la voz de su conciencia, cuantas veces sean conducidos a temblar, pero sin embargo digan: "esta vez, sigue tu camino, cuando sea el momento oportuno, te buscaré," todas esas veces, ustedes toman el martillo y los clavos, y una vez más traspasan la mano, y le sacan la sangre del costado.
Y hay otras formas por medio de las cuales ustedes lo hieren a través de Sus miembros. Las veces que desprecian a Sus ministros, o arrojan piedras de tropiezo en el camino de Sus siervos, o se constituyen en un impedimento para el Evangelio por su mal ejemplo, o mediante palabras duras buscan desviar del camino de la verdad al que busca, todas esas veces ustedes cometen esa gran iniquidad que trajo la maldición sobre los judíos, que los ha condenado a andar errantes por la tierra, hasta el día de la segunda venida cuando Él venga y sea reconocido, aun por los propios judíos, como Rey de los judíos; a quien esperan con ansiosa expectación, tanto judíos como gentiles, al Mesías, al Príncipe que vino una vez a sufrir, pero que vendrá otra vez a reinar.
Y hoy me voy a esforzar por mostrar el paralelo existente entre el caso de ustedes y el de los judíos; y no lo voy a hacer con frases estudiadas, sino de manera incidental, conforme Dios me ayude; apelando a la conciencia de ustedes, y haciéndolos sentir que al rechazar a Cristo, cometen el mismo pecado e incurren en la misma condenación. Vamos a reflexionar, primero que nada, en la excelencia del ministerio, puesto que Cristo viene en él y habla a los hombres: "Si yo no hubiera venido, ni les hubiera hablado." Notaremos, en segundo lugar, el agravamiento del pecado originado por el rechazo del mensaje de Cristo: "ni les hubiera hablado, no tendrían pecado." En tercer lugar, la muerte de todas las excusas, motivada por la predicación de la Palabra: "pero ahora no tienen excusa por su pecado." Y luego, en último lugar, anunciaremos breve pero solemnemente "la condenación terriblemente agravada de quienes rechazando así al Salvador, incrementan su culpa al despreciarlo."
I. En primer lugar, entonces, debemos decir hoy y decirlo con toda verdad, que EN LA PREDICACIÓN DEL EVANGELIO, EL SEÑOR JESUCRISTO VIENE A LA CONCIENCIA DEL HOMBRE Y EL SALVADOR LE HABLA, POR MEDIO DE NOSOTROS. Cuando Israel, en los viejos tiempos, despreció a Moisés y murmuró en su contra, Moisés dijo con mansedumbre: "Vuestras murmuraciones no son contra nosotros, sino contra Jehová." Y verdaderamente el ministro puede decir lo mismo, con el apoyo de las Escrituras: el que nos desprecia a nosotros, no nos desprecia a nosotros, sino a Quien nos envió; el que rechaza el mensaje, no rechaza lo que nosotros decimos, sino que rechaza el mensaje del Dios eterno. El ministro es solamente un hombre; no tiene ningún poder sacerdotal, pero es un hombre que ha sido llamado de entre los demás hombres, y ha sido dotado por el Espíritu Santo, para hablar a sus semejantes; y cuando predica la verdad con poder enviado desde el cielo, Dios lo reconoce llamándolo Su embajador, y lo coloca en la elevada y responsable posición de atalaya sobre los muros de Sion, y Él ordena a todos los hombres que tengan mucho cuidado pues, un mensaje fiel, fielmente predicado, cuando es despreciado y pisoteado, equivale a una rebelión contra Dios, y a un pecado y a una iniquidad contra el Altísimo.
Lo que yo pueda decir como hombre, es algo sin importancia; pero si hablo como el embajador del Señor, tengan cuidado de no restarle importancia al mensaje. Es la Palabra de Dios enviada desde el cielo, la que nosotros predicamos con el poder del Espíritu Santo, suplicándoles con todo denuedo que crean en ella, y que la recuerden. Si la hacen a un lado, ponen en peligro sus propias almas, pues no somos nosotros los que hablamos, sino el Espíritu del Señor nuestro Dios el que habla en nosotros. ¡Qué solemnidad otorga ésto al ministerio del Evangelio! Oh, ustedes, hijos de los hombres, el ministerio no es predicación de hombres, sino que es Dios el que habla por medio de los hombres.
Todos aquellos que han sido verdaderamente llamados y enviados como siervos de Dios, no son los autores de su mensaje; sino que primero lo escuchan del Maestro, y luego lo predican al pueblo; y siempre tienen ante sus ojos estas solemnes palabras: "si tú no le amonestares ni le hablares, para que el impío sea apercibido de su mal camino a fin de que viva, el impío morirá por su maldad, pero su sangre demandaré de tu mano." ¡Oh!, que pudieran ver hoy ante sus ojos, escritas con letras de fuego, las palabras del profeta: "¡Tierra, tierra, tierra! Oye palabra de Jehová." Pues en la medida que nuestro ministerio es verdadero y sin contaminación de error, es la Palabra de Dios, y tiene el mismo derecho y exigencia de que le creas, como si el propio Dios la dijera desde la cima del Sinaí, en vez de hablarla por medio del humilde ministerio de la Palabra de Dios.
Y ahora reflexionemos un momento en esta doctrina, y hagámonos esta solemne pregunta. ¿Acaso todos nosotros no hemos pecado gravemente contra Dios, por el descuido con que hemos tratado los medios de la gracia? ¿Cuán a menudo no has asistido a la casa de Dios, cuando Dios mismo estaba hablando allí? ¿Cuál habría sido la condenación de Israel, si, cuando fue convocado en aquel sagrado día para oír la Palabra de Dios desde la cima del monte, hubiera vagado lejos por el desierto, en vez de asistir para escuchar la Palabra? Y sin embargo eso es lo que tú has hecho. Has buscado tu propio placer, y has escuchado el canto de sirena de la tentación; has cerrado tus oídos para no escuchar la voz del Altísimo; y cuando Él mismo ha estado hablando en Su propia casa, te has vuelto y has seguido caminos torcidos, y no le has dado consideración alguna a la voz del Señor tu Dios. Y cuando has asistido a la casa de Dios, ¡cuán a menudo has participado con ojos de descuido, con un oído desatento! Has escuchado como si no hubieras oído. Las palabras han penetrado en tu oído, pero el hombre escondido en tu corazón ha sido sordo, y has sido como una víbora sorda; por muy sabios que fueran nuestros encantamientos, ustedes no han querido escucharnos ni mirarnos.
También el propio Dios ha hablado a veces a sus conciencias, para que ustedes escucharan. Han estado de pie en el pasillo, y sus rodillas han chocado entre sí, se han sentado en la banca que les corresponde, y mientras algún poderoso Boanerges ha tronado la palabra, ustedes han escuchado la predicación, como con voz de ángel, "Prepárate para venir al encuentro de tu Dios; Meditad bien sobre vuestros caminos; Ordena tu casa, porque morirás, y no vivirás." Y sin embargo, han salido de la casa de Dios, y han olvidado qué clase de hombres eran. Ustedes han apagado al Espíritu, han despreciado al Espíritu de gracia; han puesto muy lejos de ustedes las agitaciones de su conciencia; han suprimido esas oraciones infantiles que comenzaban a clamar en su corazón; han ahogado esos deseos recién nacidos que apenas estaban brotando; han apartado de ustedes todo aquello que era bueno y sagrado; han regresado otra vez a sus propios caminos, y se han desviado una vez más en las montañas del pecado, y en el valle de la iniquidad.
¡Ah!, amigos míos, sólo piensen, entonces, por un momento, que en todo ésto ustedes han despreciado a Dios. Yo tengo la certeza que, si el Espíritu Santo aplicara simplemente esta única solemne verdad a sus conciencias el día de hoy, este Salón de Música se convertiría en una casa de dolor, y este lugar se volvería un Boquim, un lugar de llanto y lamentación.
¡Oh, haber despreciado a Dios, haber pisoteado al Hijo del Hombre, haber pasado lejos de Su cruz, haber rechazado los arrullos de Su amor y las advertencias de Su gracia! ¡Cuán solemne! ¿Han pensado en ésto alguna vez antes? Ustedes pensaron que se trataba simplemente de despreciar a un hombre; ¿pensarán ahora que se trata de despreciar a Cristo? Pues Cristo les ha hablado a ustedes.
¡Ah!, Dios es mi testigo que a menudo Cristo ha llorado con estos ojos, y les ha hablado con estos labios. Yo no he buscado otra cosa que ganar sus almas. Algunas veces con palabras ásperas me he empeñado en conducirlos a la cruz, y otras veces con acentos de llanto he intentado llevarlos con lágrimas a mi Redentor; y estoy seguro que no era yo el que hablaba en esos momentos, sino que Jesús hablaba a través mío, y en tanto que ustedes oyeron y lloraron, pero luego se fueron y olvidaron, deben recordar que Cristo fue el que les habló a ustedes. Fue Él quien dijo: "Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra;" fue Él quien dijo: "Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados;" fue Él quien les advirtió que si descuidan esta grandiosa salvación, ustedes deben perecer; y habiendo desechado la advertencia y habiendo rechazado la invitación, no nos han despreciado a nosotros, sino que han despreciado a nuestro Señor; y, ay de ustedes, a menos que se arrepientan, pues es una cosa terrible haber despreciado la voz de Aquel que habla desde el cielo.
II. Y ahora nos dirigimos al segundo punto, es decir, que EL RECHAZO DEL EVANGELIO AGRAVA EL PECADO DE LOS HOMBRES. Ahora, no permitan que sea yo malentendido. He oído de algunas personas que, habiendo ido a la casa de Dios, se han llenado de un sentido de pecado, y al fin han sido conducidas casi a la desesperación, pues Satanás los ha tentado para que abandonen la casa de Dios; pues les dice: "entre más vayas, mayor será tu condenación." Ahora, yo creo que esto es un error; no aumentamos nuestra condenación por ir a la casa de Dios; es mucho más probable que la incrementemos por no ir; pues al no ir a la casa de Dios, hay un doble rechazo de Cristo; lo están rechazando con la mente externa así como con el espíritu interno; ustedes desdeñan esperar junto al estanque de Betesda; ustedes son peores que aquel que yacía junto al estanque sin poder entrar. Ustedes no quieren estar allí, y por lo tanto, descuidando el oír la Palabra de Dios, ciertamente incurren en una terrible condenación; pero si suben a la casa de Dios, buscando sinceramente una bendición; si no obtienen consuelo; si no encuentran gracia en los medios, aún así, si van allá buscándola con devoción, su condenacion no es aumentada por eso. Su pecado no es agravado simplemente por oír el Evangelio, sino por el rechazo voluntario y perverso de ese Evangelio, cuando es oído. El hombre que oye el sonido del Evangelio, y después de oírlo, da la vuelta con una carcajada, o que, después de oírlo una y otra vez, y de ser afectado visiblemente, permite que los cuidados y los placeres de esta vida malvada, entren y ahoguen la semilla: ese hombre ciertamente aumenta su culpa en una medida pavorosa.
Y ahora vamos a comentar simplemente por qué, en un sentido doble, hace ésto. En primer lugar, porque él adquiere un nuevo pecado que no había tenido antes, y además de eso, agrava todos sus demás pecados. Tráinganme aquí un hotentote(1) o un hombre de Kamchatka, un fiero salvaje que nunca haya oído la Palabra. Ese hombre podría tener todos los pecados registrados en el catálogo de la culpa, excepto uno; ese pecado estoy seguro que no lo tiene. Él no ha pecado rechazando el Evangelio cuando se le predica. Pero tú, cuando escuchas el Evangelio, tienes una oportunidad de cometer un nuevo pecado; y si lo has rechazado, has agregado una nueva iniquidad a todas las demás que cuelgan de tu cuello.
A menudo he sido censurado por ciertos hombres que se han desviado de la verdad, por predicar la doctrina de que los hombres cometen un pecado si rechazan el Evangelio de Cristo. No me importan los títulos oprobiosos: yo sé que tengo el apoyo de la Palabra de Dios al predicar así, y no creo que alguien pueda ser fiel a las almas de los hombres y limpio de su sangre, a menos que dé un testimonio frecuente y solemne sobre este tema vital. "Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio. De pecado, por cuanto no creen en mí." "Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz." "Pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios." "Si yo no hubiese hecho entre ellos obras que ningún otro ha hecho, no tendrían pecado; pero ahora han visto y han aborrecido a mi y a mi Padre." "¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que han sido hechos en vosotras, tiempo ha que se hubieran arrepentido en cilicio y en ceniza. Por tanto os digo que en el día del juicio, será más tolerable el castigo para Tiro y para Sidón, que para vosotras." "Si yo no hubiera venido, ni les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa por su pecado." "Por tanto, es necesario que con más diligencia atendamos a las cosas que hemos oído, no sea que nos deslicemos. Porque si la palabra dicha por medio de los ángeles fue firme, y toda transgesión y desobediencia recibió justa retribución, ¿cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande?" "El que viola la ley de Moisés, por el testimonio de dos o de tres testigos muere irremisiblemente. ¿Cuánto mayor castigo pensáis que merecerá el que pisoteare al Hijo de Dios, y tuviere por inmunda la sangre del pacto en la cual fue santificado, e hiciera afrenta al Espíritu de gracia? Pues conocemos al que dijo: Mía es la venganza, yo daré el pago, dice el Señor. Y otra vez: El Señor juzgará a su pueblo. ¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!"
Ustedes ven que he estado citando diferentes pasajes de la Escritura, y si ellos no quieren decir que la incredulidad es un pecado, y el pecado, que, por sobre todos los demás, condena las almas de los hombres, entonces no quieren decir nada, sino que serían letra muerta en la Palabra de Dios. Ahora, el adulterio y el asesinato, y el robo, y la mentira, todos estos son pecados mortales y pecados que condenan; pero el arrepentimiento puede limpiarlos a todos, por medio de la sangre de Cristo. Pero rechazar a Cristo destruye sin esperanzas al hombre. El asesino, el ladrón, el borracho, pueden todavía entrar al reino de los cielos, si, arrepintiéndose de sus pecados, se aferran a la cruz de Cristo; pero con estos pecados, un hombre está inevitablemente perdido, si no cree en el Señor Jesucristo.
Y ahora, mis lectores, ¿considerarán por un momento qué terrible pecado es éste, que ustedes agregan a todos sus otros pecados? Todo lo demás se esconde en las entrañas de este pecado: el rechazo de Cristo. Hay asesinato en esto; pues si el hombre que está en el patíbulo rechaza el perdón, ¿no se está asesinando a sí mismo? Hay orgullo en esto; pues están rechazando a Cristo, debido a que sus orgullosos corazones los han conducido a que se alejen. Hay rebelión en esto; pues nos rebelamos contra Dios cuando rechazamos a Cristo. Hay alta traición en esto; pues están rechazando a un rey; ustedes se alejan de Él, que es rey coronado de la tierra, y por lo tanto incurren en la más pesada de las culpas.
¡Oh!, pensar que el Señor Jesús haya descendido del cielo; pensar por un momento que haya sido clavado en la cruz; que allí haya tenido que morir en medio de agonías extremas, y que desde esa cruz te mire hoy, diciendo: "Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados;" y que a pesar de eso te alejes de Él, es la puñalada más cobarde. ¿Qué puede ser más brutal, qué puede ser más diabólico, que alejarte de Él, que dio Su vida por ti? ¡Oh, que fueras sabio, que entendieras esto, que consideraras tu fin último!
Pero además, no solamente agregamos un nuevo pecado al catálogo de culpas, sino que agravamos todas las demás culpas. No puedes pecar tan barato como otras personas, tú, que has oído el Evangelio. Cuando los hombres sin instrucción y que son ignorantes pecan, su conciencia no les redarguye; y no hay tanta culpa en el pecado del ignorante, como la hay en quien tiene instrucción. ¿Robaste antes? Eso fue lo suficientemente malo; pero si oyes el Evangelio y continúas siendo un ladrón, entonces eres verdaderamente un ladrón. ¿Mentías antes de oír el Evangelio? El mentiroso tendrá su porción en el lago; pero si mientes después de oírlo: entonces parece que el fuego de Tofet se encenderá siete veces con más furia. Quien peca en la ignorancia tiene una pequeña excusa; pero el que peca contra la luz y el conocimiento, peca presuntuosamente; y bajo la ley no había expiación para esto, pues los pecados de presunción estaban fuera del palio de la expiación legal, aunque, bendito sea Dios, Cristo ha hecho la expiación inclusive para estos pecados, y el que cree será salvo a pesar de su culpa.
¡Oh!, yo les suplico, recuerden que el pecado de incredulidad ennegrece cualquier otro pecado. Es como Jeroboam. Se dice de él que pecó e hizo pecar a Israel. Así la incredulidad es un pecado en sí misma y conduce a todos los demás pecados. La incredulidad es la lima con la que se afila el hacha, y la reja del arado, y la espada que utilizan en la rebelión contra el Altísimo. Sus pecados se tornan sumamente graves, entre más incrédulos sean en relación a Cristo, entre más sepan de Él, y entre más tiempo lo rechacen. Esta es la verdad de Dios; pero una verdad de la que se habla con repugnancia, y con muchos gemidos de nuestro espíritu.
Oh, tener que predicarles un mensaje así, quiero decir, a ustedes, pues si hay un pueblo bajo el cielo a quien se aplica mi texto, es a ustedes. Si hay una raza de hombres en el mundo que tienen que responder más que los demás, son ustedes. Sin duda hay otros que están en una base de igualdad con ustedes, que están bajo un ministerio fiel y entregado; pero como Dios juzgará entre ustedes y yo en el gran día, yo he sido fiel a las almas de ustedes al máximo de mi poder. Nunca he buscado desde este púlpito engrandecer mi propia sabiduría por medio de un lenguaje pomposo ni utilizando palabras técnicas. Les he hablado con toda sencillez; y ni una sola palabra ha salido de estos labios, hasta donde yo sé, que alguien no pudiera entender. Ustedes han recibido un Evangelio sencillo. No les he predicado desde este púlpito con frialdad. Pude haber dicho al subir las escaleras: "La carga de Señor era sobre mí;" porque mi corazón vino hasta aquí muy oprimido, y mi alma ardía en mi interior, y aun si he predicado débilmente, y mis palabras puedan haber sido torpes y mi lenguaje inapropiado, nunca me ha faltado corazón. Mi alma entera les ha hablado; y si hubiera podido revolver el cielo y la tierra para encontrar el lenguaje que pudiera haberlos ganado para el Salvador, lo habría hecho. No he evitado reprenderlos; nunca he presentado las cosas demasiado favorablemente. Le he dicho a esta época sus iniquidades, y a ustedes sus pecados. No he suavizado la Biblia para adecuarla a los gustos carnales de los hombres. Yo he dicho condenado allí donde Dios dice condenado, y no he tratado de endulzarlo diciendo "culpable." No he presentado las cosas demasiado favorablemente, ni me he esforzado por cubrir o esconder la verdad, sino que en relación a la conciencia de cada hombre, delante de Dios, me he esforzado por recomendar sinceramente y con poder el Evangelio, con un ministerio sencillo, franco, denodado y honesto. No me he guardado las gloriosas doctrinas de la gracia, aunque por predicarlas, los enemigos de la cruz me han llamado un antinomiano; ni he tenido temor de predicar la solemne responsabilidad del hombre, aunque otra tribu me ha denigrado como arminiano. Y al decir esto, no lo digo para gloriarme, sino que lo digo para censurarlos, si ustedes han rechazado el Evangelio, pues habrán pecado más gravemente que cualquiera; al desechar a Cristo, una doble medida de furia de la ira de Dios caerá sobre ustedes. El pecado, entonces, es agravado al rechazar a Cristo.
III. Y ahora, en tercer lugar, LA PREDICACIÓN DEL EVANGELIO DE CRISTO ELIMINA TODA EXCUSA DE QUIENES LO OYEN Y LO RECHAZAN. "Pero ahora no tienen excusa por su pecado." Una excusa es una cubierta muy pobre para el pecado, cuando hay un ojo que todo lo ve y que traspasa esa cubierta. En el gran día de la tempestad de la ira de Dios, una excusa será un refugio muy pobre; pero aun así, al hombre le gustan las excusas. En los días fríos y lluviosos, los vemos muy bien abrigados, y aunque no tengan albergue o refugio, se sienten confortados con sus abrigos.
Lo mismo ocurre con ustedes; juntos buscarán, si pueden, una excusa para su pecado, y cuando la conciencia les remuerde, buscan sanar la herida con una excusa. Y aun en el día del juicio, aunque una capa sea un pobre abrigo, será mejor que nada. "Pero ahora no tienen excusa por su pecado." El viajero ha sido dejado en la lluvia sin su cobertura, expuesto a la tempestad sin la prenda que una vez le sirvió de abrigo. "Pero ahora no tienen excusa por su pecado," descubiertos, detectados, y desenmascarados, han quedado sin excusas, sin una capa que cubra su iniquidad. Y ahora, permítanme simplemente observar cómo la predicación del Evangelio, cuando se lleva a cabo fielmente, suprime todas las excusas del pecado.
En primer lugar, un hombre puede levantarse y decir: "yo no sabía que estaba haciendo mal cuando cometí tal y tal iniquidad." Ahora, tú no puedes decir eso. Dios te ha dicho solemnemente por medio de Su ley lo que es malo. Allí están los diez mandamientos; y allí está el comentario de nuestro Señor que ha explicado el mandamiento, y nos ha dicho que la antigua ley "No cometerás adulterio," prohibe también todos los pecados de miradas lascivas y ojos de malicia. Si el cipayo(2) hace iniquidad, hay excusa para ella. No dudo que su conciencia le dice que está haciendo mal, pero sus libros sagrados enseñan que está haciendo bien, y por tanto tiene esa excusa. Si el musulmán se entrega a la lujuria, no dudo que su conciencia le remuerda, pero sus libros sagrados le dan libertad. Ustedes profesan creer en sus Biblias, y las guardan en sus casas, y tienen a quienes las predican en todas sus calles; y por tanto, cuando pecan, pecan con la proclamación de la ley grabada sobre la propia pared, ante sus ojos; ustedes verdaderamente violan una ley muy conocida que ha descendido del cielo y venido a ustedes.
Además, podrían decir, "cuando pequé yo no sabía cuán grande sería mi castigo." De esto también, por el Evangelio, ustedes no tienen ninguna excusa; pues ¿no les dijo Jesucristo, y no les dice Él cada día, que quienes no lo reciban serán arrojados a las tinieblas exteriores, donde habrá llanto y crujir de dientes? ¿Acaso no ha dicho Él, "E irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna?" ¿No declara Él mismo que el malvado arderá con un fuego que nunca acaba? ¿No les ha hablado de un lugar donde el gusano nunca muere y donde el fuego no se apaga? Y los ministros del Evangelio no han evitado decirles esto, tampoco. Ustedes han pecado, aunque sabían que se perderían al hacerlo. Han tomado la poción llena de veneno, sabiendo que no era inofensiva: ustedes sabían que cada gota en esa copa estaba ardiendo con la condenación, y a pesar de eso han tomado la copa y la han vaciado hasta el fondo. Ustedes han destruído sus propias almas, estando sus ojos bien abiertos; han ido al cepo como insensatos, como un buey al matadero, y como oveja han lamido el cuchillo del carnicero. En esto, entonces, no tienen ninguna excusa.
Pero algunos de ustedes podrán decir, "Ah, yo oí el Evangelio, es verdad, y yo sabía que estaba haciendo mal, pero yo no sabía qué hacer para ser salvo." ¿Hay alguien entre ustedes que pueda blandir una excusa como ésta? Me parece que no tendrían el atrevimiento de hacerlo. "Cree y vivirás," es predicado cada día a sus oídos. Muchos de ustedes han estado oyendo el Evangelio estos últimos diez, veinte, treinta, cuarenta o cincuenta años, y no se atreverían a decir: "yo no sabía de qué se trataba el Evangelio." Desde su más temprana niñez, muchos de ustedes lo han escuchado. El nombre de Jesús estuvo mezclado con sus canciones de cuna. Ustedes bebieron de un santo Evangelio conjuntamente con la leche materna, y sin embargo, a pesar de todo eso, nunca han buscado a Cristo. Los hombres dicen: "Saber es poder," ¡Ay!, el conocimiento, cuando no se usa, es ira, ira, IRA en sumo grado, contra el hombre que sabe, y que sin embargo hace eso que sabe que está mal.
Me parece que oigo a alguien que dice, "Cierto, yo escuché la predicación del Evangelio, pero nunca tuve ante mí el testimonio de un buen ejemplo." Algunos de ustedes podrían decir eso, y sería parcialmente cierto; pero hay otros, sobre quienes yo podría decir que esta afirmación es una excusa mentirosa. ¡Ah!, hombre; te ha gustado hablar de las inconsistencias de los cristianos. Has dicho: "no viven como debieran;" y, ay, hay mucho de verdad en lo que has dicho. Pero conociste a una mujer cristiana, cuyo carácter te veías forzado a admirar; ¿no la recuerdas? Fue la madre que te trajo al mundo. Esa ha sido la única dificultad contigo hasta el día de hoy. Tú pudiste haber rechazado el Evangelio muy fácilmente, pero el ejemplo de tu madre estaba ante ti, y no te podías sobreponer a eso. ¿No recuerdas entre los primeros albores de tu recuerdo, cómo abrías tus ojitos en la mañana, y veías el rostro amoroso de una madre que te miraba, y descubrías una lágrima en sus ojos, y la oías decir, "¡Dios, bendice al niño, para que un día pueda clamar al bendito Redentor!"
Tú recuerdas cómo tu padre te censuraba a menudo; ella en cambio, tu madre, te censuraba muy poco, y a menudo te hablaba con tonos de amor. Recuerda aquel pequeño aposento alto, donde te llevó aparte un día, y poniendo sus brazos alrededor de tu cuello, te dedicó a Dios, y oró para que el Señor te salvara en tu niñez. Recuerda la carta que te dio, y tu libro en el que escribió tu nombre cuando abandonaste el techo paterno para irte lejos, y la tristeza con la que te escribió cuando supo que habías comenzado a hundirte en las diversiones y a mezclarte con los impíos: recuerda aquella mirada llena de tristeza con la que apretó tu mano la última vez que te separaste de ella. Recuerda cómo te dijo: "Harás descender mis canas con dolor al sepulcro, si andas en caminos de iniquidad." Bien, tú sabías que lo que ella dijo no era falso; había realidad en ello.
Tú podías reírte del ministro, podías decir que era su problema, pero no te podías burlar de ella; ella era una cristiana, no podía haber ninguna equivocación. Cuán a menudo tuvo que aguantar tu mal carácter, y soportar tus modales toscos, pues ella poseía un espíritu dulce, casi demasiado bueno para la tierra; y tú recuerdas eso. Tú no estabas presente cuando ella agonizaba, y no pudiste llegar a tiempo; pero ella le dijo a una amiga cuando moría, "sólo hay una cosa que quiero, y luego puedo morir feliz; oh, que yo pudiera ver a mis hijos caminando en la verdad." Entiendo que ese ejemplo te deja sin excusa alguna para tu impiedad, y si cometes iniquidad después de eso, cuán terrible será el peso de tu calamidad.
Pero otras personas no pueden decir que tuvieron una madre así; su primera escuela fue la calle, y el primer ejemplo que tuvieron fue el de una padre blasfemo. Recuerda, amigo mío, que hay un ejemplo perfecto: Cristo; acerca de quien has leído, aunque no lo hayas visto. Jesucristo, el hombre de Nazaret, fue un hombre perfecto; en Él no hubo pecado, ni hubo engaño en Su boca. Y si nunca has visto nada que valga la pena en un cristiano, puedes verlo en Cristo; y al expresar una excusa como ésta, recuerda que has aventurado una mentira, pues el ejemplo de Cristo, las obras de Cristo, así como las palabras de Cristo, te dejan sin ninguna excusa para tu pecado.
Ah, y me parece que oigo que se presenta una excusa más, y es ésta: "Bien, yo ciertamente tuve muchas ventajas, pero nunca tomaron posesión de mi conciencia de tal forma que las sintiera." Ahora, hay muy pocos aquí presentes que puedan afirmar eso. Algunos de ustedes dirán: "Sí, yo oí al ministro, pero nunca causó una impresión en mí. Ah, jóvenes y jovencitas, todos ustedes aquí presentes el día de hoy, yo seré un testigo contra ustedes el día del juicio, de que esto no es verdad. Pues, aún ahora mismo, sus conciencias han sido tocadas; ¿acaso no vi algunas tiernas lágrimas de arrepentimiento (yo confío que hayan sido eso) fluyendo en estos mismos instantes? No, no siempre se han conmovido por el Evangelio; han envejecido ahora, y es más difícil conmoverlos, pero no siempre fue así. Hubo una época en su juventud, cuando eran muy susceptibles de ser impresionados.
Recuerden que los pecados de su juventud serán la causa de que sus huesos se pudran, y todavía han perseverado en rechazar el Evangelio. Su viejo corazón se ha endurecido, y todavía no tienen excusa; una vez sintieron, ay, y aun ahora no pueden evitar sentir. Yo sé que hay algunos de ustedes que escasamente se pueden mantener quietos en sus asientos al pensar en sus iniquidades; y casi han hecho un voto, algunos de ustedes, que hoy buscarán a Dios, y que la primera cosa que harán, será ir a su recámara y cerrar la puerta y buscar al Señor.
Ah, pero recuerden la historia de aquella persona, que le hizo una observación a un ministro, acerca de cuán maravilloso era ver llorar a tanta gente. "No," respondió el ministro, "yo te diré de algo más maravilloso aún, que tantos se olvidarán de todo lo que lloraron cuando atraviesen la puerta." Y ustedes harán eso. Aún así, cuando lo hayan hecho, recordarán que no han estado sin el forcejeo del Espíritu de Dios. Recordarán que el día de hoy, Dios ha puesto un obstáculo, por decirlo así, en su camino, cavó una zanja en su sendero, y colocó una señal, y dijo: "¡Tengan mucho cuidado! ¡Cuidado, cuidado, cuidado! Se están precipitando locamente hacia los caminos de la iniquidad! Y yo he venido ante ustedes el día de hoy, y en el nombre de Dios les he dicho: "Alto, alto, alto, así ha dicho Jehová, 'consideren sus caminos, ¿por qué moriréis? Volveos, volveos de vuestros malos caminos; ¿por qué moriréis, oh casa de Israel?'"
Y ahora, ¡si quieren desechar esto, que así sea; si quieren apagar estas chispas, si quieren extinguir esta antorcha que arde por primera vez, que así sea! La sangre de ustedes sea sobre sus cabezas; sus iniquidades están a su propia puerta.
IV. Pero ahora tengo una cosa más que hacer. Y es un trabajo tremendo; pues tengo que ponerme, por decirlo así, EL NEGRO BIRRETE Y PRONUNCIAR LA SENTENCIA DE CONDENACIÓN. Pues para quienes viven y mueren rechazando a Cristo, hay la más terrible condenación. Perecerán con una destrucción total. Hay diferentes grados de castigo; pero el grado más elevado de castigo es dado al hombre que rechaza a Cristo. Me atrevo a decir que ustedes han leído ese pasaje, que el mentiroso y el fornicario y los borrachos tendrán su porción (¿con quién suponen que será?), con los incrédulos; como si el infierno fue hecho en primer lugar para los incrédulos; como si el abismo hubiera sido cavado no para los fornicarios, ni para los maldicientes, ni para los borrachos, sino para los hombres que desprecian a Cristo, pues ese es el pecado número uno, el vicio cardinal, y los hombres son condenados por eso. Otras iniquidades lo seguirán después, pero éste las precede en el juicio.
Imaginen por un momento que el tiempo ha transcurrido, y que el día del juicio ha llegado. Estamos todos reunidos, tanto los vivos como los muertos. El sonido de la trompeta resuena sumamente fuerte y prolongado. Todos estamos atentos, en espera de algo maravilloso. La bolsa cesa todas sus operaciones; la tienda ha sido abandonada por su dueño; las calles se llenan de gente. Todos los hombres están quietos; sienten que el último gran día de negocios ha llegado, y que ahora deben ajustar sus cuentas para siempre. Una solemne quietud llena el aire: no se escucha ningún sonido. Todo, todo es silencio. De pronto una gran nube blanca surca el cielo con pompa solemne, y luego ¡escuchen!, el doble clamor de la tierra sobresaltada. En esa nube se sienta alguien como el Hijo del Hombre. Todo ojo mira, y al fin se escucha un grito unánime: "¡Es Él! ¡Es Él! Y después de eso oyes por un lado gritos de "Aleluya, Aleluya, Aleluya, Bienvenido, Bienvenido, Bienvenido, Hijo de Dios." Pero mezclado con eso hay un sonido bajo profundo, compuesto de llanto y de lamentos de los hombres que lo han perseguido, y que lo han rechazado. ¡Escuchen! Me parece que puedo interpretar el soneto; creo que puedo oír las palabras conforme llegan con toda claridad, cada una de ellas, tañendo con los dobles de muerte. ¿Qué dicen? Dicen, "a los montes y a las peñas: Caed sobre nosotros, y escondednos del rostro de aquel que está sentado sobre el trono." Y ¿se contarán ustedes entre el número de quienes le dicen a las rocas "Escondednos"?
Mi lector impenitente, yo supongo por un momento que te has ido de este mundo, y que has muerto impenitente, y que estás en medio de los que están llorando, y lamentando, y rechinando los dientes. ¡Oh! ¡Cuánto no será entonces tu terror! Mejillas pálidas y rodillas entrechocando no son nada en comparación con el horror de tu corazón, cuando estés borracho, pero no con vino, y cuando te tambalees hacia un lado y al otro, con la intoxicación del aturdimiento, y caerás, y rodarás en el polvo embargado de horror y desmayo. Pues Él viene allá, y allí está, con ojo fiero como dardo de fuego; y ahora ha llegado el momento de la gran división. Se escucha la voz, "Junten a mis escogidos de los cuatro vientos del cielo, a mis elegidos en quienes mi alma se deleita." Éstos son reunidos a Su diestra, y se quedan allí. Y luego dice, "Recoged primero la cizaña, y atadla en manojos para quemarla." Y ustedes están reunidos, y están colocados a Su siniestra, atados en un manojo. Todo lo que se necesita es encender la pira. ¿Dónde estará la antorcha que la encienda? La cizaña debe quemarse: ¿dónde está la llama? La llama sale de Su boca, y está compuesta de palabras como éstas: "Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles." ¿Te estás demorando? "¡Apártate!" ¿Buscas una bendición? "Tú eres maldito." Yo te maldigo con una maldición. ¿Buscas escapar? Es un fuego eterno. ¿Te detienes y suplicas? No, "Por cuanto llamé y no quisisteis oír, extendí mi mano, y no hubo quien atendiese. También yo me reiré en vuestra calamidad, y me burlaré cuando os viniere lo que teméis." "Apártate, te lo repito otra vez; ¡apártate para siempre!" Y eres echado de Su presencia. Y, ¿cuál es tus reflexión? Pues bien, es ésta: "¡Oh!, ¡que no hubiera nacido nunca! ¡Oh!, ¡que nunca hubiera escuchado la predicación del Evangelio, para no haber cometido nunca el pecado de rechazarlo!"
Este será el remordimiento del gusano de tu conciencia: "Supe cosas mejores, pero no las hice." Como sembré vientos, es normal que ahora coseche tempestades; fui prevenido y no quise detenerme; fui arrullado, pero no quise ser invitado. Ahora veo que me he causado la muerte. ¡Oh!, el pensamiento más terrible de todos los pensamientos. ¡Estoy perdido, perdido, perdido! Y este es el horror de los horrores: me he causado mi propia perdición; yo he rechazado el Evangelio de Cristo; me he destruído a mí mismo.
¿Ocurrirá esto mismo contigo, apreciado lector? ¿Ocurrirá esto mismo contigo? ¡Yo ruego que no suceda eso! Oh, que el Espíritu Santo te constriña ahora a venir a Jesús, pues yo sé que eres demasiado vil para ceder, a menos que Él te fuerce a hacerlo. Tengo esperanzas acerca de ti. Me parece que te oigo decir: "¿qué debo hacer para ser salvo?" Déjame decirte el camino de salvación y luego me despido. Si quieres ser salvo, "Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo;" pues la Escritura dice, "El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado." ¡Allí está Él colgado, agonizando en Su cruz! Míralo y vive.
Lo mismo ocurre con ustedes; juntos buscarán, si pueden, una excusa para su pecado, y cuando la conciencia les remuerde, buscan sanar la herida con una excusa. Y aun en el día del juicio, aunque una capa sea un pobre abrigo, será mejor que nada. "Pero ahora no tienen excusa por su pecado." El viajero ha sido dejado en la lluvia sin su cobertura, expuesto a la tempestad sin la prenda que una vez le sirvió de abrigo. "Pero ahora no tienen excusa por su pecado," descubiertos, detectados, y desenmascarados, han quedado sin excusas, sin una capa que cubra su iniquidad. Y ahora, permítanme simplemente observar cómo la predicación del Evangelio, cuando se lleva a cabo fielmente, suprime todas las excusas del pecado.
En primer lugar, un hombre puede levantarse y decir: "yo no sabía que estaba haciendo mal cuando cometí tal y tal iniquidad." Ahora, tú no puedes decir eso. Dios te ha dicho solemnemente por medio de Su ley lo que es malo. Allí están los diez mandamientos; y allí está el comentario de nuestro Señor que ha explicado el mandamiento, y nos ha dicho que la antigua ley "No cometerás adulterio," prohibe también todos los pecados de miradas lascivas y ojos de malicia. Si el cipayo(2) hace iniquidad, hay excusa para ella. No dudo que su conciencia le dice que está haciendo mal, pero sus libros sagrados enseñan que está haciendo bien, y por tanto tiene esa excusa. Si el musulmán se entrega a la lujuria, no dudo que su conciencia le remuerda, pero sus libros sagrados le dan libertad. Ustedes profesan creer en sus Biblias, y las guardan en sus casas, y tienen a quienes las predican en todas sus calles; y por tanto, cuando pecan, pecan con la proclamación de la ley grabada sobre la propia pared, ante sus ojos; ustedes verdaderamente violan una ley muy conocida que ha descendido del cielo y venido a ustedes.
Además, podrían decir, "cuando pequé yo no sabía cuán grande sería mi castigo." De esto también, por el Evangelio, ustedes no tienen ninguna excusa; pues ¿no les dijo Jesucristo, y no les dice Él cada día, que quienes no lo reciban serán arrojados a las tinieblas exteriores, donde habrá llanto y crujir de dientes? ¿Acaso no ha dicho Él, "E irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna?" ¿No declara Él mismo que el malvado arderá con un fuego que nunca acaba? ¿No les ha hablado de un lugar donde el gusano nunca muere y donde el fuego no se apaga? Y los ministros del Evangelio no han evitado decirles esto, tampoco. Ustedes han pecado, aunque sabían que se perderían al hacerlo. Han tomado la poción llena de veneno, sabiendo que no era inofensiva: ustedes sabían que cada gota en esa copa estaba ardiendo con la condenación, y a pesar de eso han tomado la copa y la han vaciado hasta el fondo. Ustedes han destruído sus propias almas, estando sus ojos bien abiertos; han ido al cepo como insensatos, como un buey al matadero, y como oveja han lamido el cuchillo del carnicero. En esto, entonces, no tienen ninguna excusa.
Pero algunos de ustedes podrán decir, "Ah, yo oí el Evangelio, es verdad, y yo sabía que estaba haciendo mal, pero yo no sabía qué hacer para ser salvo." ¿Hay alguien entre ustedes que pueda blandir una excusa como ésta? Me parece que no tendrían el atrevimiento de hacerlo. "Cree y vivirás," es predicado cada día a sus oídos. Muchos de ustedes han estado oyendo el Evangelio estos últimos diez, veinte, treinta, cuarenta o cincuenta años, y no se atreverían a decir: "yo no sabía de qué se trataba el Evangelio." Desde su más temprana niñez, muchos de ustedes lo han escuchado. El nombre de Jesús estuvo mezclado con sus canciones de cuna. Ustedes bebieron de un santo Evangelio conjuntamente con la leche materna, y sin embargo, a pesar de todo eso, nunca han buscado a Cristo. Los hombres dicen: "Saber es poder," ¡Ay!, el conocimiento, cuando no se usa, es ira, ira, IRA en sumo grado, contra el hombre que sabe, y que sin embargo hace eso que sabe que está mal.
Me parece que oigo a alguien que dice, "Cierto, yo escuché la predicación del Evangelio, pero nunca tuve ante mí el testimonio de un buen ejemplo." Algunos de ustedes podrían decir eso, y sería parcialmente cierto; pero hay otros, sobre quienes yo podría decir que esta afirmación es una excusa mentirosa. ¡Ah!, hombre; te ha gustado hablar de las inconsistencias de los cristianos. Has dicho: "no viven como debieran;" y, ay, hay mucho de verdad en lo que has dicho. Pero conociste a una mujer cristiana, cuyo carácter te veías forzado a admirar; ¿no la recuerdas? Fue la madre que te trajo al mundo. Esa ha sido la única dificultad contigo hasta el día de hoy. Tú pudiste haber rechazado el Evangelio muy fácilmente, pero el ejemplo de tu madre estaba ante ti, y no te podías sobreponer a eso. ¿No recuerdas entre los primeros albores de tu recuerdo, cómo abrías tus ojitos en la mañana, y veías el rostro amoroso de una madre que te miraba, y descubrías una lágrima en sus ojos, y la oías decir, "¡Dios, bendice al niño, para que un día pueda clamar al bendito Redentor!"
Tú recuerdas cómo tu padre te censuraba a menudo; ella en cambio, tu madre, te censuraba muy poco, y a menudo te hablaba con tonos de amor. Recuerda aquel pequeño aposento alto, donde te llevó aparte un día, y poniendo sus brazos alrededor de tu cuello, te dedicó a Dios, y oró para que el Señor te salvara en tu niñez. Recuerda la carta que te dio, y tu libro en el que escribió tu nombre cuando abandonaste el techo paterno para irte lejos, y la tristeza con la que te escribió cuando supo que habías comenzado a hundirte en las diversiones y a mezclarte con los impíos: recuerda aquella mirada llena de tristeza con la que apretó tu mano la última vez que te separaste de ella. Recuerda cómo te dijo: "Harás descender mis canas con dolor al sepulcro, si andas en caminos de iniquidad." Bien, tú sabías que lo que ella dijo no era falso; había realidad en ello.
Tú podías reírte del ministro, podías decir que era su problema, pero no te podías burlar de ella; ella era una cristiana, no podía haber ninguna equivocación. Cuán a menudo tuvo que aguantar tu mal carácter, y soportar tus modales toscos, pues ella poseía un espíritu dulce, casi demasiado bueno para la tierra; y tú recuerdas eso. Tú no estabas presente cuando ella agonizaba, y no pudiste llegar a tiempo; pero ella le dijo a una amiga cuando moría, "sólo hay una cosa que quiero, y luego puedo morir feliz; oh, que yo pudiera ver a mis hijos caminando en la verdad." Entiendo que ese ejemplo te deja sin excusa alguna para tu impiedad, y si cometes iniquidad después de eso, cuán terrible será el peso de tu calamidad.
Pero otras personas no pueden decir que tuvieron una madre así; su primera escuela fue la calle, y el primer ejemplo que tuvieron fue el de una padre blasfemo. Recuerda, amigo mío, que hay un ejemplo perfecto: Cristo; acerca de quien has leído, aunque no lo hayas visto. Jesucristo, el hombre de Nazaret, fue un hombre perfecto; en Él no hubo pecado, ni hubo engaño en Su boca. Y si nunca has visto nada que valga la pena en un cristiano, puedes verlo en Cristo; y al expresar una excusa como ésta, recuerda que has aventurado una mentira, pues el ejemplo de Cristo, las obras de Cristo, así como las palabras de Cristo, te dejan sin ninguna excusa para tu pecado.
Ah, y me parece que oigo que se presenta una excusa más, y es ésta: "Bien, yo ciertamente tuve muchas ventajas, pero nunca tomaron posesión de mi conciencia de tal forma que las sintiera." Ahora, hay muy pocos aquí presentes que puedan afirmar eso. Algunos de ustedes dirán: "Sí, yo oí al ministro, pero nunca causó una impresión en mí. Ah, jóvenes y jovencitas, todos ustedes aquí presentes el día de hoy, yo seré un testigo contra ustedes el día del juicio, de que esto no es verdad. Pues, aún ahora mismo, sus conciencias han sido tocadas; ¿acaso no vi algunas tiernas lágrimas de arrepentimiento (yo confío que hayan sido eso) fluyendo en estos mismos instantes? No, no siempre se han conmovido por el Evangelio; han envejecido ahora, y es más difícil conmoverlos, pero no siempre fue así. Hubo una época en su juventud, cuando eran muy susceptibles de ser impresionados.
Recuerden que los pecados de su juventud serán la causa de que sus huesos se pudran, y todavía han perseverado en rechazar el Evangelio. Su viejo corazón se ha endurecido, y todavía no tienen excusa; una vez sintieron, ay, y aun ahora no pueden evitar sentir. Yo sé que hay algunos de ustedes que escasamente se pueden mantener quietos en sus asientos al pensar en sus iniquidades; y casi han hecho un voto, algunos de ustedes, que hoy buscarán a Dios, y que la primera cosa que harán, será ir a su recámara y cerrar la puerta y buscar al Señor.
Ah, pero recuerden la historia de aquella persona, que le hizo una observación a un ministro, acerca de cuán maravilloso era ver llorar a tanta gente. "No," respondió el ministro, "yo te diré de algo más maravilloso aún, que tantos se olvidarán de todo lo que lloraron cuando atraviesen la puerta." Y ustedes harán eso. Aún así, cuando lo hayan hecho, recordarán que no han estado sin el forcejeo del Espíritu de Dios. Recordarán que el día de hoy, Dios ha puesto un obstáculo, por decirlo así, en su camino, cavó una zanja en su sendero, y colocó una señal, y dijo: "¡Tengan mucho cuidado! ¡Cuidado, cuidado, cuidado! Se están precipitando locamente hacia los caminos de la iniquidad! Y yo he venido ante ustedes el día de hoy, y en el nombre de Dios les he dicho: "Alto, alto, alto, así ha dicho Jehová, 'consideren sus caminos, ¿por qué moriréis? Volveos, volveos de vuestros malos caminos; ¿por qué moriréis, oh casa de Israel?'"
Y ahora, ¡si quieren desechar esto, que así sea; si quieren apagar estas chispas, si quieren extinguir esta antorcha que arde por primera vez, que así sea! La sangre de ustedes sea sobre sus cabezas; sus iniquidades están a su propia puerta.
IV. Pero ahora tengo una cosa más que hacer. Y es un trabajo tremendo; pues tengo que ponerme, por decirlo así, EL NEGRO BIRRETE Y PRONUNCIAR LA SENTENCIA DE CONDENACIÓN. Pues para quienes viven y mueren rechazando a Cristo, hay la más terrible condenación. Perecerán con una destrucción total. Hay diferentes grados de castigo; pero el grado más elevado de castigo es dado al hombre que rechaza a Cristo. Me atrevo a decir que ustedes han leído ese pasaje, que el mentiroso y el fornicario y los borrachos tendrán su porción (¿con quién suponen que será?), con los incrédulos; como si el infierno fue hecho en primer lugar para los incrédulos; como si el abismo hubiera sido cavado no para los fornicarios, ni para los maldicientes, ni para los borrachos, sino para los hombres que desprecian a Cristo, pues ese es el pecado número uno, el vicio cardinal, y los hombres son condenados por eso. Otras iniquidades lo seguirán después, pero éste las precede en el juicio.
Imaginen por un momento que el tiempo ha transcurrido, y que el día del juicio ha llegado. Estamos todos reunidos, tanto los vivos como los muertos. El sonido de la trompeta resuena sumamente fuerte y prolongado. Todos estamos atentos, en espera de algo maravilloso. La bolsa cesa todas sus operaciones; la tienda ha sido abandonada por su dueño; las calles se llenan de gente. Todos los hombres están quietos; sienten que el último gran día de negocios ha llegado, y que ahora deben ajustar sus cuentas para siempre. Una solemne quietud llena el aire: no se escucha ningún sonido. Todo, todo es silencio. De pronto una gran nube blanca surca el cielo con pompa solemne, y luego ¡escuchen!, el doble clamor de la tierra sobresaltada. En esa nube se sienta alguien como el Hijo del Hombre. Todo ojo mira, y al fin se escucha un grito unánime: "¡Es Él! ¡Es Él! Y después de eso oyes por un lado gritos de "Aleluya, Aleluya, Aleluya, Bienvenido, Bienvenido, Bienvenido, Hijo de Dios." Pero mezclado con eso hay un sonido bajo profundo, compuesto de llanto y de lamentos de los hombres que lo han perseguido, y que lo han rechazado. ¡Escuchen! Me parece que puedo interpretar el soneto; creo que puedo oír las palabras conforme llegan con toda claridad, cada una de ellas, tañendo con los dobles de muerte. ¿Qué dicen? Dicen, "a los montes y a las peñas: Caed sobre nosotros, y escondednos del rostro de aquel que está sentado sobre el trono." Y ¿se contarán ustedes entre el número de quienes le dicen a las rocas "Escondednos"?
Mi lector impenitente, yo supongo por un momento que te has ido de este mundo, y que has muerto impenitente, y que estás en medio de los que están llorando, y lamentando, y rechinando los dientes. ¡Oh! ¡Cuánto no será entonces tu terror! Mejillas pálidas y rodillas entrechocando no son nada en comparación con el horror de tu corazón, cuando estés borracho, pero no con vino, y cuando te tambalees hacia un lado y al otro, con la intoxicación del aturdimiento, y caerás, y rodarás en el polvo embargado de horror y desmayo. Pues Él viene allá, y allí está, con ojo fiero como dardo de fuego; y ahora ha llegado el momento de la gran división. Se escucha la voz, "Junten a mis escogidos de los cuatro vientos del cielo, a mis elegidos en quienes mi alma se deleita." Éstos son reunidos a Su diestra, y se quedan allí. Y luego dice, "Recoged primero la cizaña, y atadla en manojos para quemarla." Y ustedes están reunidos, y están colocados a Su siniestra, atados en un manojo. Todo lo que se necesita es encender la pira. ¿Dónde estará la antorcha que la encienda? La cizaña debe quemarse: ¿dónde está la llama? La llama sale de Su boca, y está compuesta de palabras como éstas: "Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles." ¿Te estás demorando? "¡Apártate!" ¿Buscas una bendición? "Tú eres maldito." Yo te maldigo con una maldición. ¿Buscas escapar? Es un fuego eterno. ¿Te detienes y suplicas? No, "Por cuanto llamé y no quisisteis oír, extendí mi mano, y no hubo quien atendiese. También yo me reiré en vuestra calamidad, y me burlaré cuando os viniere lo que teméis." "Apártate, te lo repito otra vez; ¡apártate para siempre!" Y eres echado de Su presencia. Y, ¿cuál es tus reflexión? Pues bien, es ésta: "¡Oh!, ¡que no hubiera nacido nunca! ¡Oh!, ¡que nunca hubiera escuchado la predicación del Evangelio, para no haber cometido nunca el pecado de rechazarlo!"
Este será el remordimiento del gusano de tu conciencia: "Supe cosas mejores, pero no las hice." Como sembré vientos, es normal que ahora coseche tempestades; fui prevenido y no quise detenerme; fui arrullado, pero no quise ser invitado. Ahora veo que me he causado la muerte. ¡Oh!, el pensamiento más terrible de todos los pensamientos. ¡Estoy perdido, perdido, perdido! Y este es el horror de los horrores: me he causado mi propia perdición; yo he rechazado el Evangelio de Cristo; me he destruído a mí mismo.
¿Ocurrirá esto mismo contigo, apreciado lector? ¿Ocurrirá esto mismo contigo? ¡Yo ruego que no suceda eso! Oh, que el Espíritu Santo te constriña ahora a venir a Jesús, pues yo sé que eres demasiado vil para ceder, a menos que Él te fuerce a hacerlo. Tengo esperanzas acerca de ti. Me parece que te oigo decir: "¿qué debo hacer para ser salvo?" Déjame decirte el camino de salvación y luego me despido. Si quieres ser salvo, "Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo;" pues la Escritura dice, "El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado." ¡Allí está Él colgado, agonizando en Su cruz! Míralo y vive.
"Confía en Él, confía en Él plenamente,
Y que ninguna otra confianza se entrometa;
Nadie sino Jesús
Puede hacerles bien a los pecadores desvalidos."
Y que ninguna otra confianza se entrometa;
Nadie sino Jesús
Puede hacerles bien a los pecadores desvalidos."
Aunque seas perverso, inmundo, depravado, degradado, aún así estás invitado a venir a Cristo. Él recoge lo que Satanás desprecia; la hez, la escoria, la basura, el desperdicio, los desechos de este mundo, están invitados ahora a venir a Cristo. Vengan a Él ahora, y obtengan misericordia. Pero si endurecen sus corazones,
"El Señor vestido de enojo,
Levantará Su mano y jurará,
'Tú que despreciaste Mi descanso prometido,
No tendrás porción allí.'"
Levantará Su mano y jurará,
'Tú que despreciaste Mi descanso prometido,
No tendrás porción allí.'"
Notas del traductor:
(1) Hotentote: Se aplica a los individuos de cierto pueblo de raza negra que vive cerca del cabo de Buena Esperanza.
(2) Cipayo: Soldado indio en una unidad militar al servicio de una potencia extranjera.