"Y aconteció que estando él sentado a la mesa en la casa, he aquí que muchos publicanos y pecadores, que habían venido, se sentaron juntamente a la mesa con Jesús y sus discípulos." Mateo 9: 10.
¡Cuán extrañamente diferente es nuestro Señor Jesucristo de los filósofos de Grecia! Estos eran reservados en su comportamiento; eran eclécticos o estudiosamente exquisitos en sus gustos, y eran suspicaces del contacto con sus semejantes. Retirábanse de los atestados sitios predilectos de los hombres, para rodearse de una atmósfera creada por su propio aliento, y no aceptaban a nadie en su cercanía, excepto a quienes fueran dignos compañeros de hombres tan exaltados por su sabiduría como eran ellos. Sus discípulos los miraban con profunda y obsequiosa reverencia; y ellos mismos, en sus diversos salones y aulas, hablaban como suelen hablar los hombres que enseñan a los niños, y sus alumnos estaban completamente sujetos a su dictado; pero siempre mantenían "a la gente común" a distancia, pues no se preocupaban por instruir a los muchos, sino únicamente por enseñar a unos cuantos que tuvieran la ambición de convertirse en sabios como ellos.
Nuestro bendito Dios y Señor no era un filósofo de ese tipo, apartado y aislado con sus escasos discípulos. Tenía a Sus doce escogidos, pero todos ellos se mezclaban libremente con el populacho. Él era un hombre entre los hombres y no un filósofo entre aquellos que estaban aislados de los hombres. Es cierto que enseñaba mayor sabiduría que la que poseían todos los sabios, y una mejor filosofía que la que era entendida por todos los sabios de Grecia; pero, a pesar de ello, compartía con la gente del pueblo, y era tierno de corazón, afable y de espíritu amable. Tenemos un ejemplo de esto aquí, donde leemos que Jesús hizo lo que Solón o Sócrates no habrían hecho nunca, pues, se sentó para tomar los alimentos con la gente común que le rodeaba, y comió con publicanos y pecadores.
¡Podemos agregar, además, que Cristo era muy diferente de los grandes profetas de los tiempos antiguos! Por mucho que esforzáramos nuestra imaginación, no podríamos concebir a Moisés sentado junto a los pecadores para comer. Él era rey en Jesurún; una terrible majestad rodeaba al profeta de Horeb, poderoso en palabra y en obra. Doquiera que iba, se mostraba como el hombre que había sido exaltado sobre sus semejantes debido a su excelso oficio. Todo su carácter, -al igual que su rostro en aquella memorable ocasión cuando estuvo en el monte con Dios- resplandecía con tanta brillantez, que los hombres ordinarios difícilmente podían contemplarlo, a menos que cubriera su rostro con un velo. Más de una vez estuvo oculto en completo retiro con Dios. Es verdad que Moisés, en el correcto desempeño de su oficio, era lo bastante accesible, para todos aquellos que tuvieran quejas o acusaciones que debían ser decididas en el tribunal en el que presidía como juez; pero ¿quién presumiría en pensar ser un compañero del poderoso Moisés? Incluso pareciera que existía un gran golfo entre Aarón y María, y su hermano Moisés, que ostentaba un porte verdaderamente real; no podían acercarse a él sin la debida deferencia, ni él podía descender para estar en un mismo nivel social con ellos.
Piensen también en Elías, el propio prototipo y modelo de un profeta del Dios Altísimo. ¡Con cuánta distancia sobrepasaba a los hombres de su época! El fuego que Elías convocó del cielo sobre el sacrificio del Carmelo, y sobre los capitanes de cincuenta con sus cincuenta, pareciera ser un tipo adecuado de su propio carácter. Uno podría admirarle como un profeta, y seguirle como un líder, pero ¿quién pensaría en tenerle como un compañero y amigo? Severo, resuelto, fiel, demuestra poca o ninguna piedad por el pecador; lo único que podría decirle a Elías el hombre extraviado, sería lo mismo que Acab le dijo: "¿Me has hallado, enemigo mío?" Su severidad al censurar el pecado, su denuncia valerosa y tronante de la idolatría, hacía que los hombres temblaran delante de él; y difícilmente podríamos imaginarnos que los publicanos y pecadores hubieran estado ansiosos de sentarse a la mesa con él.
Pero, hermanos míos, el Cristo, cuyo Evangelio predicamos, no es un filósofo inaccesible. La gloria de Su persona refleja incluso un lustre más resplandeciente que la dignidad de Su oficio. Él se mostraba entre los hombres, no como alguien que hubiera sido elevado desde de las clases bajas para alcanzar una posición por sí mismo, sino como alguien que se inclinó desde el cielo de los cielos, para derramar bendiciones a los hijos de los hombres; sin embargo, el ignorante y el analfabeto pueden encontrar en Él a su mejor amigo. Él no es un legislador rígido como Moisés que, envolviéndose en el manto de su propia integridad, mira al transgresor simplemente con el ojo de la justicia; tampoco es Él meramente el denunciador despiadado de la iniquidad y del crimen, y el audaz portavoz de la pena y del castigo.
Cristo es el tierno Amante de nuestras almas; es el buen Pastor que sale, no tanto para matar al lobo, como para salvar a la oveja. Como una nodriza que vigila tiernamente al niño confiado a su cargo, así vigila Jesús las almas de los hombres; y como un padre que se apiada de sus hijos, así se apiada Él de los hombres pecadores. No les pide a los pecadores desde una elevada altura que asciendan a Él, sino que, descendiendo del monte y mezclándose con ellos en un intercambio social, los atrae por la fuerza magnética de Su amor todopoderoso. Su verdadero título es: "Jesús, el Amigo de los pecadores", pues eso es realmente. ¡Oh Jesús, que te conozcamos personalmente como nuestro amigo en este preciso instante! Nosotros somos pecadores; sé Tú nuestro Amigo.
Antes de pasar directamente al tema, quiero pintar tres cuadros, para mostrarles, por la fuerza del contraste, la forma en que Cristo, el Médico de las almas, cura y sana realmente. Ha habido diversos esquemas para limpiar a la sociedad de la polución que llega a través del pecado. Incluso algunos hombres que fueron ellos mismos pecadores, han estado conscientes de que la iniquidad mina y socava de tal manera los cimientos de la sociedad que, de ser posible, debe ser desarraigada y destruida. Contemplen los múltiples esquemas que los hombres han ideado para este propósito; escuchen las voces que han encantado los oídos de los hombres, y han sobrecogido sus corazones, pero que no han sido capaces de cambiar ni mejorar sus condiciones.
Primero vino Severidad, que dijo: "hay una plaga que se ha desatado en medio del pueblo; hay que apartar a los contaminados. Tienen las manchas fatales sobre sus frentes, el veneno de la terrible enfermedad se ha abierto paso hasta su piel, y no hay duda de que estén infectados; por tanto, hiéranlos y mátenlos, pues han de ser destruidos. Verdugo: llévatelos; es mejor que ellos sean eliminados y no que perezca la nación entera. Separen a las pocas ovejas enfermas, para que no sea afectado todo el rebaño." Pero vino el Salvador y dijo: "no, no, no ha de ser así; ¿Por qué habrían de destruirlas? Si hicieran eso, la enfermedad avanzaría mucho más, pues la sangre de esas ovejas sería rociada sobre los hombres que las sacrificaran, e infectaría a sus verdugos; y ellos, a su vez, regresarían e infectarían al hombre que condenó a ser eliminadas a las ovejas heridas por la plaga; y, aquí, en la propia sala del juicio, los signos de la terrible enfermedad serían manifiestos incluso en la frente del juez. ¿Por qué tratan tan duramente a sus hermanos? Todos ustedes están enfermos; hay una plaga en cada uno de ustedes. Si comienzan a desarraigar así a una parte de la cizaña, no sólo podrían arrancar el trigo, sino que podrían arrancar el cultivo de todo el campo, lo que, después de todo, podría acarrear algo peor que la absoluta esterilidad. No, perdónenlos, perdónenlos; no deben morir; entréguenlos en mis manos."
Naturalmente Su solicitud fue concedida, y Él se dirigió a quienes había rescatado, diciéndoles: "Sus vidas, que estaban sentenciadas, han sido perdonadas. Es bien sabido que de acuerdo a las leyes de sus semejantes, merecían morir; pero me he hecho responsable de que, sin que haya una violación a la ley, ustedes escapen." Luego los tocó, y sanó sus supurantes llagas y dijo a todos los que estaban cerca: "Ahora estos hombres propagarán la vida a través de sus filas, pues los he restaurado de su enfermedad; y ahora, en lugar de ser para ustedes manantiales de toda cosa abominable e inmunda, se convertirán en fuentes de todo lo que sea amable, y puro y todo lo que sea de buen nombre." ¡Gloria a Ti, oh Jesús; gloria a Ti, pues Tú has hecho mucho más de lo que Severidad podría haber logrado jamás!
A continuación vino alguien con el nombre de Severa Moralidad, que dijo: "No los matemos; las leyes no deben ser como las de Dracón, escritas con sangre; más bien, construyamos un lazareto que tenga altas paredes, y encerrémoslos allí e impidámosles todo contacto con gente de su tipo; de esta manera vivirán, pero no causarán ningún daño a sus semejantes. Y el fariseo poseído de justicia propia dijo: "Mi casa ha de estar muy lejos del lugar infectado, para que el viento contaminado no sople en nuestra dirección. Deben ser alejados de sus semejantes, como personas que están bajo una maldición; los demás no deben hablarles, ni acercarse a ellos."
Los fariseos practicaban ese método en los días de Cristo. Ellos habían convertido en tabúes a los publicanos y pecadores, diciéndoles: "No debemos tocarles ni siquiera con uno de nuestros dedos". Se arropaban con sus vestidos y se alejaban a suficiente distancia de los leprosos morales que rondaban en las calles; y si por alguna casualidad entraban efectivamente en contacto con ellos, o se veían obligados a tener algún trato con ellos en el mercado, eran cuidadosos en lavarse antes de comer pan, para no verse contaminados. Así que la sociedad decidió que debía construir un lazareto, y que los pecadores infectados debían ser colocados allí para que se pudrieran y murieran aisladamente.
Pero Jesús dijo: "No es así; no es así; si quieren encerrar a todos los contagiados, cada uno de ustedes debe ser igualmente encerrado, pues todos ustedes sufren de la misma enfermedad, en un mayor o menor grado. ¿Por qué encerrar a estos pocos cuando todos están afectados? No hacen bien; si levantaran las paredes del lazareto tan alto que pudieran llegar al cielo, la enfermedad enconada por dentro encontraría todavía una salida, y contagiaría a sus hijos y a sus hijas a pesar de todo lo que hicieran; y ese lugar sería el foco de todo lo que es inmundo y nocivo, y tendería a su propia destrucción, a pesar de todos sus esfuerzos de ser alejados de allí."
Ustedes saben cómo, incluso hasta este día, una cierta clase de pecadores es considerada por algunas personas buenas e intachables, como indignas hasta de que se les hable, o de que se les preste atención, y algunas personas son lo bastante necias como para tratar de olvidar que en realidad existen.
Pero nuestro divino Señor fue a la puerta del lazareto, y tocó; y cuando abrieron la puerta, dijo a los que estaban dentro: "Pueden salir". La sociedad que les rodeaba objetó; así que Él respondió: "Bien, entonces, si ellos no pueden salir, yo entraré para estar con ellos." Y a quienes estaban dentro, dijo: "He venido para comer, y para morar con ustedes, que están infectados y son pecadores." Extendió Sus dos manos, y los tocó, y sanó sus enfermedades, y la sangre se agitó otra vez en sus venas, y su carne retornó a ellos como la carne de un bebé. Entonces Él abrió otra vez la puerta, y, -resulta extraño decirlo- la sociedad que estaba afuera fue infectada esta vez, y Él dio instrucciones a quienes habían sido leprosos una vez en el lazareto: "Id y sanadlos"; y ellos salieron para llevar salud a quienes anteriormente creían estar bien, y de esta manera Él hizo que la propia maldición fuera el canal a través del cual se esparciera la bendición. ¡Bendito seas, oh Jesús! Tú has hecho por los pecadores lo que las leyes más severas y las más estrictas costumbres no hubieran podido lograr jamás.
Pero ha habido otras personas de un espíritu más afable, -los filántropos- que han sido sensibles a los reclamos que les hace la humanidad. Han dicho: "Miremos el caso de estos pecadores rebeldes a la luz más favorable posible. Debemos considerarlos como casos esperanzadores; debemos usar remedios que sean los medios de sanarlos, pero mantengámoslos en cuarentena durante muchos días antes de que les permitamos salir; fumiguémoslos y saquemos sus ropas hasta que todo rastro de infección hubiere desaparecido; y, si, después de una larga prueba, se comprueba que realmente han sanado y han sido limpiados, entonces podrán salir a la libertad." Pero Jesús dijo: "No, no es así; ¿por qué habrían de mantenerlos encerrados y aislados de esa manera? Si alguno de ellos mejorara, el contacto con sus semejantes lo volvería a enfermar. ¿Acaso les negarían su ayuda y su simpatía, aislándolos por completo? Sus disposiciones para una cuarentena engendrarían más enfermedad, y todas sus fumigaciones serían vanas, pues, mientras ustedes buscan curar, estarían propiciando la propia enfermedad que intentan destruir. El único remedio efectivo es que Yo vaya donde están."
Así que se presentó ante ellos. Estaban cubiertos de llagas supurantes y eran muy repugnantes; sin embargo, Él los tocó; es más, los abrazó. Se encontraban mugrientos, pero Él los tomó en Sus propias manos, y los lavó. Estaban andrajosos, pero Él mismo les quitó sus andrajos, los vistió con la vestidura sin mancha de Su propia justicia, y estampó el beso de Su amor en sus mejillas manchadas.
"¡Oh!", -dijeron ellos- "eso es en verdad salud. Nunca habíamos sido sanados antes. La gente nos decía que nos pusiéramos bien, y decía que, entonces, harían algo por nosotros. Nos dijeron que nos limpiáramos nosotros mismos, y dijeron que, sólo así, nos recibirían; pero Tú, oh bendito Salvador, nos tomaste tal como éramos, todos negros, y viciados y despreciables, y Tú nos has hecho limpios."
¡Gloria sea a Ti, oh Jesús, pues Tú has hecho diez mil veces más por las pobres almas perdidas de lo que Filantropía ni siquiera hubiera podido sugerir! Tu sabiduría ha sido eficaz allí donde nuestra prudencia ha derrotado a sus propios propósitos. Nuestra simpatía ha sido estropeada por nuestra vanidad; nuestros consejos han perdido cualquier valor por causa de nuestra soberbia. Hemos decepcionado la confianza de los pecadores, mientras que Tú has ganado sus corazones, pues Tú te has sentado a comer con ellos, y también Tus discípulos han compartido el festín.
De esta manera he tratado de pintar tres cuadros; no sé si he sostenido el pincel con la suficiente firmeza, o si los colores han sido lo suficientemente buenos para una pintura real. Yo sólo quiero mostrarles que, mientras nosotros condenamos a los desechados, Cristo Jesús se presenta y los salva; mientras procuramos mantener a los pecadores alejados de nosotros, Él se acerca a ellos y los sana; y mientras nosotros esperamos lo mejor en cuanto a ellos, y pensamos en los medios por los cuales pudieran ser renovados gradualmente, Él va a ellos y los restaura. Cristo toma en Sus brazos a algunos que nosotros no tocaríamos ni siquiera con un par de pinzas. Él recibe en Su propio corazón a algunos cuyos nombres nosotros difícilmente nos atreveríamos ni siquiera a mencionar. Él levanta al mendigo del muladar, iza del Pantano de la Desconfianza al desesperado, toma a los más viles de los viles, los transforma por Su gracia, y los hace aptos para participar de la herencia de los santos en luz.
I. Después de una introducción tan extensa, debo comprimir el resto de mi discurso en la medida de lo posible; y, primero, voy a ILUSTRAR LA MANERA EN QUE CRISTO RECIBE A LOS PECADORES.
Hubo un hombre -un colector de impuestos- que tenía una mala reputación en todas partes; nadie era más detestable para los altivos, morales y ortodoxos fariseos que él. Un día, oyó que Jesús de Nazaret, el gran Profeta y Taumaturgo, estaba a punto de pasar por su lugar de residencia, la maldita ciudad de Jericó; y sintiendo una gran curiosidad, una simple curiosidad de ver al poderoso Salvador, -no pensando, sin duda, nada mejor acerca de Él, excepto que era un extraño entusiasta- subió al árbol, con la esperanza de que, oculto entre sus hojas, pudiera mirar al famoso Extraño, desde arriba, sin ser observado. Si un fariseo hubiera estado caminando por esa ruta, habría evitado hasta la sombra de ese árbol, por si acaso el pecado estuviese oculto en su sombra, y lo contaminara.
Pero Cristo, cuyos instintos de misericordia lo hacen tener siempre una mirada penetrante donde haya un objeto para Su compasión, se puso exactamente debajo de ese árbol, y, mirando hacia arriba, clamó en alta voz: "Zaqueo, date prisa, desciende, porque hoy es necesario que pose yo en tu casa." No ha de sorprendernos que los fariseos, y la gente en general, murmuraran porque Cristo fuera un huésped del hombre que era "un pecador" en un sentido muy especial. Estaban sorprendidos de que un hombre de tan mala reputación tuviera el honor de hospedar al Señor Jesucristo.
Pero nuestro Señor entró en la casa de Zaqueo, y Su verdad entró en el corazón de Zaqueo; y allí, en el acto, ese pecador fue convertido en un santo, demostrando en la práctica la realidad de su conversión, diciéndole a Jesús: "He aquí, Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado"; y Jesús le dijo: "Hoy ha venido la salvación a esta casa". ¡Oh, Salvador, Tú hiciste muy bien!
Supongan que el Señor hubiere pasado junto a Zaqueo sin prestarle ninguna atención: habría permanecido siendo un pecador tan grande como siempre. Supongan que le hubiere reprendido; posiblemente, entonces, el colector de impuestos habría replicado en un lenguaje no del todo obsequioso; pero esa palabra amable, esa dulce mirada de piedad, esa graciosa señal de perdón, quebrantaron el empedernido corazón del rico opresor, y de buen grado hospedó a su Salvador, y se convirtió en Su discípulo. Esta es la forma en la que Jesús sigue tratando con los pecadores.
¿Tenemos algún pecador en esta casa, la casa en la que Cristo ha obrado milagros de misericordia durante largo tiempo? Pecador, Él no te despreciará, y nos alegramos de verte en el lugar en donde Cristo es predicado. Sus ojos están fijos en ti ahora; yo no podría decir dónde te encuentras tú, pero Él sí puede decirlo; y tal vez, en esta misma hora, Él te diga: "Pecador, date prisa, desciende, porque esta noche es necesario que pose yo en tu casa." ¿Quién podría decirlo? Tal vez suceda contigo como ha sucedido con muchísimas personas en esta casa: tú podrías ir a casa para abandonar la copa del borracho, o dejar de ir a los lugares frecuentados por el que quebranta los días de guardar, o abandonar las moradas de la blasfemia, y decir, de una vez por todas: "Cristo me ha llamado; suyo soy, y a Él deseo servir." Así es como Jesús trata con los pecadores, incluso con los pecadores que sólo son movidos por la curiosidad de verlo, como Zaqueo.
En otra ocasión, Cristo pasó por un cierto lugar, donde un colector de impuestos estaba "sentado al banco de los tributos públicos". Su nombre era Leví; al menos ese era su nombre cuando estaba en casa; pero ahora que se había convertido en uno de los odiados publicanos, había tomado el nombre de Mateo, justo como muchos jóvenes que cuando abandonan el hogar, y se alistan en el ejército o en la marina, toman un nombre que no les pertenece. Poco pensó Leví que, cuando Jesús pasara por allí, pondría Su atención en él; pero lo hizo, pues le dijo: "Sígueme." Eso fue todo lo que le dijo, pero había todo un volumen de significado en esas dos palabras; y la mirada de Sus ojos, y la majestad con la que pronunció Su divino mandato, produjo una obediencia instantánea y sumamente dispuesta, pues "se levantó y le siguió", y Mateo, el publicano, se convirtió en Mateo el apóstol y en Mateo el evangelista. Ahora, si Cristo necesitaba un apóstol, ¿por qué no seleccionó a uno de los fariseos? Si necesitaba un evangelista, ¿por qué no escogió a uno de los escribas? La razón es que un publicano y pecador era alguien más conforme a Su propósito.
Tal vez, en este momento, el Señor esté buscando un valeroso predicador de la verdad; y pudiera ser que tú, amigo mío, que estás allá lejos, en medio de la multitud, seas el hombre a quien Él ha elegido para esta noble y excelsa empresa. Cristo encontró a John Bunyan jugando "tala" (1) en el descampado de Elstow, y encontró a Richard Weaver en la profundidad de las minas, blasfemando el nombre de Dios. ¿Quién sabe si no te pudiera encontrar para este excelso propósito: para bendecirte y para convertirte en una bendición?
Podría haber algunas personas aquí, que harían temblar a las antiguas columnas del infierno, aunque hoy sean amigos jurados del pecado y Satanás; pero Aquel, que les ha permitido adentrarse tanto en el pecado, puede emitir Su divino decreto, relativo a cada uno de ellas:
Nuestro bendito Dios y Señor no era un filósofo de ese tipo, apartado y aislado con sus escasos discípulos. Tenía a Sus doce escogidos, pero todos ellos se mezclaban libremente con el populacho. Él era un hombre entre los hombres y no un filósofo entre aquellos que estaban aislados de los hombres. Es cierto que enseñaba mayor sabiduría que la que poseían todos los sabios, y una mejor filosofía que la que era entendida por todos los sabios de Grecia; pero, a pesar de ello, compartía con la gente del pueblo, y era tierno de corazón, afable y de espíritu amable. Tenemos un ejemplo de esto aquí, donde leemos que Jesús hizo lo que Solón o Sócrates no habrían hecho nunca, pues, se sentó para tomar los alimentos con la gente común que le rodeaba, y comió con publicanos y pecadores.
¡Podemos agregar, además, que Cristo era muy diferente de los grandes profetas de los tiempos antiguos! Por mucho que esforzáramos nuestra imaginación, no podríamos concebir a Moisés sentado junto a los pecadores para comer. Él era rey en Jesurún; una terrible majestad rodeaba al profeta de Horeb, poderoso en palabra y en obra. Doquiera que iba, se mostraba como el hombre que había sido exaltado sobre sus semejantes debido a su excelso oficio. Todo su carácter, -al igual que su rostro en aquella memorable ocasión cuando estuvo en el monte con Dios- resplandecía con tanta brillantez, que los hombres ordinarios difícilmente podían contemplarlo, a menos que cubriera su rostro con un velo. Más de una vez estuvo oculto en completo retiro con Dios. Es verdad que Moisés, en el correcto desempeño de su oficio, era lo bastante accesible, para todos aquellos que tuvieran quejas o acusaciones que debían ser decididas en el tribunal en el que presidía como juez; pero ¿quién presumiría en pensar ser un compañero del poderoso Moisés? Incluso pareciera que existía un gran golfo entre Aarón y María, y su hermano Moisés, que ostentaba un porte verdaderamente real; no podían acercarse a él sin la debida deferencia, ni él podía descender para estar en un mismo nivel social con ellos.
Piensen también en Elías, el propio prototipo y modelo de un profeta del Dios Altísimo. ¡Con cuánta distancia sobrepasaba a los hombres de su época! El fuego que Elías convocó del cielo sobre el sacrificio del Carmelo, y sobre los capitanes de cincuenta con sus cincuenta, pareciera ser un tipo adecuado de su propio carácter. Uno podría admirarle como un profeta, y seguirle como un líder, pero ¿quién pensaría en tenerle como un compañero y amigo? Severo, resuelto, fiel, demuestra poca o ninguna piedad por el pecador; lo único que podría decirle a Elías el hombre extraviado, sería lo mismo que Acab le dijo: "¿Me has hallado, enemigo mío?" Su severidad al censurar el pecado, su denuncia valerosa y tronante de la idolatría, hacía que los hombres temblaran delante de él; y difícilmente podríamos imaginarnos que los publicanos y pecadores hubieran estado ansiosos de sentarse a la mesa con él.
Pero, hermanos míos, el Cristo, cuyo Evangelio predicamos, no es un filósofo inaccesible. La gloria de Su persona refleja incluso un lustre más resplandeciente que la dignidad de Su oficio. Él se mostraba entre los hombres, no como alguien que hubiera sido elevado desde de las clases bajas para alcanzar una posición por sí mismo, sino como alguien que se inclinó desde el cielo de los cielos, para derramar bendiciones a los hijos de los hombres; sin embargo, el ignorante y el analfabeto pueden encontrar en Él a su mejor amigo. Él no es un legislador rígido como Moisés que, envolviéndose en el manto de su propia integridad, mira al transgresor simplemente con el ojo de la justicia; tampoco es Él meramente el denunciador despiadado de la iniquidad y del crimen, y el audaz portavoz de la pena y del castigo.
Cristo es el tierno Amante de nuestras almas; es el buen Pastor que sale, no tanto para matar al lobo, como para salvar a la oveja. Como una nodriza que vigila tiernamente al niño confiado a su cargo, así vigila Jesús las almas de los hombres; y como un padre que se apiada de sus hijos, así se apiada Él de los hombres pecadores. No les pide a los pecadores desde una elevada altura que asciendan a Él, sino que, descendiendo del monte y mezclándose con ellos en un intercambio social, los atrae por la fuerza magnética de Su amor todopoderoso. Su verdadero título es: "Jesús, el Amigo de los pecadores", pues eso es realmente. ¡Oh Jesús, que te conozcamos personalmente como nuestro amigo en este preciso instante! Nosotros somos pecadores; sé Tú nuestro Amigo.
Antes de pasar directamente al tema, quiero pintar tres cuadros, para mostrarles, por la fuerza del contraste, la forma en que Cristo, el Médico de las almas, cura y sana realmente. Ha habido diversos esquemas para limpiar a la sociedad de la polución que llega a través del pecado. Incluso algunos hombres que fueron ellos mismos pecadores, han estado conscientes de que la iniquidad mina y socava de tal manera los cimientos de la sociedad que, de ser posible, debe ser desarraigada y destruida. Contemplen los múltiples esquemas que los hombres han ideado para este propósito; escuchen las voces que han encantado los oídos de los hombres, y han sobrecogido sus corazones, pero que no han sido capaces de cambiar ni mejorar sus condiciones.
Primero vino Severidad, que dijo: "hay una plaga que se ha desatado en medio del pueblo; hay que apartar a los contaminados. Tienen las manchas fatales sobre sus frentes, el veneno de la terrible enfermedad se ha abierto paso hasta su piel, y no hay duda de que estén infectados; por tanto, hiéranlos y mátenlos, pues han de ser destruidos. Verdugo: llévatelos; es mejor que ellos sean eliminados y no que perezca la nación entera. Separen a las pocas ovejas enfermas, para que no sea afectado todo el rebaño." Pero vino el Salvador y dijo: "no, no, no ha de ser así; ¿Por qué habrían de destruirlas? Si hicieran eso, la enfermedad avanzaría mucho más, pues la sangre de esas ovejas sería rociada sobre los hombres que las sacrificaran, e infectaría a sus verdugos; y ellos, a su vez, regresarían e infectarían al hombre que condenó a ser eliminadas a las ovejas heridas por la plaga; y, aquí, en la propia sala del juicio, los signos de la terrible enfermedad serían manifiestos incluso en la frente del juez. ¿Por qué tratan tan duramente a sus hermanos? Todos ustedes están enfermos; hay una plaga en cada uno de ustedes. Si comienzan a desarraigar así a una parte de la cizaña, no sólo podrían arrancar el trigo, sino que podrían arrancar el cultivo de todo el campo, lo que, después de todo, podría acarrear algo peor que la absoluta esterilidad. No, perdónenlos, perdónenlos; no deben morir; entréguenlos en mis manos."
Naturalmente Su solicitud fue concedida, y Él se dirigió a quienes había rescatado, diciéndoles: "Sus vidas, que estaban sentenciadas, han sido perdonadas. Es bien sabido que de acuerdo a las leyes de sus semejantes, merecían morir; pero me he hecho responsable de que, sin que haya una violación a la ley, ustedes escapen." Luego los tocó, y sanó sus supurantes llagas y dijo a todos los que estaban cerca: "Ahora estos hombres propagarán la vida a través de sus filas, pues los he restaurado de su enfermedad; y ahora, en lugar de ser para ustedes manantiales de toda cosa abominable e inmunda, se convertirán en fuentes de todo lo que sea amable, y puro y todo lo que sea de buen nombre." ¡Gloria a Ti, oh Jesús; gloria a Ti, pues Tú has hecho mucho más de lo que Severidad podría haber logrado jamás!
A continuación vino alguien con el nombre de Severa Moralidad, que dijo: "No los matemos; las leyes no deben ser como las de Dracón, escritas con sangre; más bien, construyamos un lazareto que tenga altas paredes, y encerrémoslos allí e impidámosles todo contacto con gente de su tipo; de esta manera vivirán, pero no causarán ningún daño a sus semejantes. Y el fariseo poseído de justicia propia dijo: "Mi casa ha de estar muy lejos del lugar infectado, para que el viento contaminado no sople en nuestra dirección. Deben ser alejados de sus semejantes, como personas que están bajo una maldición; los demás no deben hablarles, ni acercarse a ellos."
Los fariseos practicaban ese método en los días de Cristo. Ellos habían convertido en tabúes a los publicanos y pecadores, diciéndoles: "No debemos tocarles ni siquiera con uno de nuestros dedos". Se arropaban con sus vestidos y se alejaban a suficiente distancia de los leprosos morales que rondaban en las calles; y si por alguna casualidad entraban efectivamente en contacto con ellos, o se veían obligados a tener algún trato con ellos en el mercado, eran cuidadosos en lavarse antes de comer pan, para no verse contaminados. Así que la sociedad decidió que debía construir un lazareto, y que los pecadores infectados debían ser colocados allí para que se pudrieran y murieran aisladamente.
Pero Jesús dijo: "No es así; no es así; si quieren encerrar a todos los contagiados, cada uno de ustedes debe ser igualmente encerrado, pues todos ustedes sufren de la misma enfermedad, en un mayor o menor grado. ¿Por qué encerrar a estos pocos cuando todos están afectados? No hacen bien; si levantaran las paredes del lazareto tan alto que pudieran llegar al cielo, la enfermedad enconada por dentro encontraría todavía una salida, y contagiaría a sus hijos y a sus hijas a pesar de todo lo que hicieran; y ese lugar sería el foco de todo lo que es inmundo y nocivo, y tendería a su propia destrucción, a pesar de todos sus esfuerzos de ser alejados de allí."
Ustedes saben cómo, incluso hasta este día, una cierta clase de pecadores es considerada por algunas personas buenas e intachables, como indignas hasta de que se les hable, o de que se les preste atención, y algunas personas son lo bastante necias como para tratar de olvidar que en realidad existen.
Pero nuestro divino Señor fue a la puerta del lazareto, y tocó; y cuando abrieron la puerta, dijo a los que estaban dentro: "Pueden salir". La sociedad que les rodeaba objetó; así que Él respondió: "Bien, entonces, si ellos no pueden salir, yo entraré para estar con ellos." Y a quienes estaban dentro, dijo: "He venido para comer, y para morar con ustedes, que están infectados y son pecadores." Extendió Sus dos manos, y los tocó, y sanó sus enfermedades, y la sangre se agitó otra vez en sus venas, y su carne retornó a ellos como la carne de un bebé. Entonces Él abrió otra vez la puerta, y, -resulta extraño decirlo- la sociedad que estaba afuera fue infectada esta vez, y Él dio instrucciones a quienes habían sido leprosos una vez en el lazareto: "Id y sanadlos"; y ellos salieron para llevar salud a quienes anteriormente creían estar bien, y de esta manera Él hizo que la propia maldición fuera el canal a través del cual se esparciera la bendición. ¡Bendito seas, oh Jesús! Tú has hecho por los pecadores lo que las leyes más severas y las más estrictas costumbres no hubieran podido lograr jamás.
Pero ha habido otras personas de un espíritu más afable, -los filántropos- que han sido sensibles a los reclamos que les hace la humanidad. Han dicho: "Miremos el caso de estos pecadores rebeldes a la luz más favorable posible. Debemos considerarlos como casos esperanzadores; debemos usar remedios que sean los medios de sanarlos, pero mantengámoslos en cuarentena durante muchos días antes de que les permitamos salir; fumiguémoslos y saquemos sus ropas hasta que todo rastro de infección hubiere desaparecido; y, si, después de una larga prueba, se comprueba que realmente han sanado y han sido limpiados, entonces podrán salir a la libertad." Pero Jesús dijo: "No, no es así; ¿por qué habrían de mantenerlos encerrados y aislados de esa manera? Si alguno de ellos mejorara, el contacto con sus semejantes lo volvería a enfermar. ¿Acaso les negarían su ayuda y su simpatía, aislándolos por completo? Sus disposiciones para una cuarentena engendrarían más enfermedad, y todas sus fumigaciones serían vanas, pues, mientras ustedes buscan curar, estarían propiciando la propia enfermedad que intentan destruir. El único remedio efectivo es que Yo vaya donde están."
Así que se presentó ante ellos. Estaban cubiertos de llagas supurantes y eran muy repugnantes; sin embargo, Él los tocó; es más, los abrazó. Se encontraban mugrientos, pero Él los tomó en Sus propias manos, y los lavó. Estaban andrajosos, pero Él mismo les quitó sus andrajos, los vistió con la vestidura sin mancha de Su propia justicia, y estampó el beso de Su amor en sus mejillas manchadas.
"¡Oh!", -dijeron ellos- "eso es en verdad salud. Nunca habíamos sido sanados antes. La gente nos decía que nos pusiéramos bien, y decía que, entonces, harían algo por nosotros. Nos dijeron que nos limpiáramos nosotros mismos, y dijeron que, sólo así, nos recibirían; pero Tú, oh bendito Salvador, nos tomaste tal como éramos, todos negros, y viciados y despreciables, y Tú nos has hecho limpios."
¡Gloria sea a Ti, oh Jesús, pues Tú has hecho diez mil veces más por las pobres almas perdidas de lo que Filantropía ni siquiera hubiera podido sugerir! Tu sabiduría ha sido eficaz allí donde nuestra prudencia ha derrotado a sus propios propósitos. Nuestra simpatía ha sido estropeada por nuestra vanidad; nuestros consejos han perdido cualquier valor por causa de nuestra soberbia. Hemos decepcionado la confianza de los pecadores, mientras que Tú has ganado sus corazones, pues Tú te has sentado a comer con ellos, y también Tus discípulos han compartido el festín.
De esta manera he tratado de pintar tres cuadros; no sé si he sostenido el pincel con la suficiente firmeza, o si los colores han sido lo suficientemente buenos para una pintura real. Yo sólo quiero mostrarles que, mientras nosotros condenamos a los desechados, Cristo Jesús se presenta y los salva; mientras procuramos mantener a los pecadores alejados de nosotros, Él se acerca a ellos y los sana; y mientras nosotros esperamos lo mejor en cuanto a ellos, y pensamos en los medios por los cuales pudieran ser renovados gradualmente, Él va a ellos y los restaura. Cristo toma en Sus brazos a algunos que nosotros no tocaríamos ni siquiera con un par de pinzas. Él recibe en Su propio corazón a algunos cuyos nombres nosotros difícilmente nos atreveríamos ni siquiera a mencionar. Él levanta al mendigo del muladar, iza del Pantano de la Desconfianza al desesperado, toma a los más viles de los viles, los transforma por Su gracia, y los hace aptos para participar de la herencia de los santos en luz.
I. Después de una introducción tan extensa, debo comprimir el resto de mi discurso en la medida de lo posible; y, primero, voy a ILUSTRAR LA MANERA EN QUE CRISTO RECIBE A LOS PECADORES.
Hubo un hombre -un colector de impuestos- que tenía una mala reputación en todas partes; nadie era más detestable para los altivos, morales y ortodoxos fariseos que él. Un día, oyó que Jesús de Nazaret, el gran Profeta y Taumaturgo, estaba a punto de pasar por su lugar de residencia, la maldita ciudad de Jericó; y sintiendo una gran curiosidad, una simple curiosidad de ver al poderoso Salvador, -no pensando, sin duda, nada mejor acerca de Él, excepto que era un extraño entusiasta- subió al árbol, con la esperanza de que, oculto entre sus hojas, pudiera mirar al famoso Extraño, desde arriba, sin ser observado. Si un fariseo hubiera estado caminando por esa ruta, habría evitado hasta la sombra de ese árbol, por si acaso el pecado estuviese oculto en su sombra, y lo contaminara.
Pero Cristo, cuyos instintos de misericordia lo hacen tener siempre una mirada penetrante donde haya un objeto para Su compasión, se puso exactamente debajo de ese árbol, y, mirando hacia arriba, clamó en alta voz: "Zaqueo, date prisa, desciende, porque hoy es necesario que pose yo en tu casa." No ha de sorprendernos que los fariseos, y la gente en general, murmuraran porque Cristo fuera un huésped del hombre que era "un pecador" en un sentido muy especial. Estaban sorprendidos de que un hombre de tan mala reputación tuviera el honor de hospedar al Señor Jesucristo.
Pero nuestro Señor entró en la casa de Zaqueo, y Su verdad entró en el corazón de Zaqueo; y allí, en el acto, ese pecador fue convertido en un santo, demostrando en la práctica la realidad de su conversión, diciéndole a Jesús: "He aquí, Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado"; y Jesús le dijo: "Hoy ha venido la salvación a esta casa". ¡Oh, Salvador, Tú hiciste muy bien!
Supongan que el Señor hubiere pasado junto a Zaqueo sin prestarle ninguna atención: habría permanecido siendo un pecador tan grande como siempre. Supongan que le hubiere reprendido; posiblemente, entonces, el colector de impuestos habría replicado en un lenguaje no del todo obsequioso; pero esa palabra amable, esa dulce mirada de piedad, esa graciosa señal de perdón, quebrantaron el empedernido corazón del rico opresor, y de buen grado hospedó a su Salvador, y se convirtió en Su discípulo. Esta es la forma en la que Jesús sigue tratando con los pecadores.
¿Tenemos algún pecador en esta casa, la casa en la que Cristo ha obrado milagros de misericordia durante largo tiempo? Pecador, Él no te despreciará, y nos alegramos de verte en el lugar en donde Cristo es predicado. Sus ojos están fijos en ti ahora; yo no podría decir dónde te encuentras tú, pero Él sí puede decirlo; y tal vez, en esta misma hora, Él te diga: "Pecador, date prisa, desciende, porque esta noche es necesario que pose yo en tu casa." ¿Quién podría decirlo? Tal vez suceda contigo como ha sucedido con muchísimas personas en esta casa: tú podrías ir a casa para abandonar la copa del borracho, o dejar de ir a los lugares frecuentados por el que quebranta los días de guardar, o abandonar las moradas de la blasfemia, y decir, de una vez por todas: "Cristo me ha llamado; suyo soy, y a Él deseo servir." Así es como Jesús trata con los pecadores, incluso con los pecadores que sólo son movidos por la curiosidad de verlo, como Zaqueo.
En otra ocasión, Cristo pasó por un cierto lugar, donde un colector de impuestos estaba "sentado al banco de los tributos públicos". Su nombre era Leví; al menos ese era su nombre cuando estaba en casa; pero ahora que se había convertido en uno de los odiados publicanos, había tomado el nombre de Mateo, justo como muchos jóvenes que cuando abandonan el hogar, y se alistan en el ejército o en la marina, toman un nombre que no les pertenece. Poco pensó Leví que, cuando Jesús pasara por allí, pondría Su atención en él; pero lo hizo, pues le dijo: "Sígueme." Eso fue todo lo que le dijo, pero había todo un volumen de significado en esas dos palabras; y la mirada de Sus ojos, y la majestad con la que pronunció Su divino mandato, produjo una obediencia instantánea y sumamente dispuesta, pues "se levantó y le siguió", y Mateo, el publicano, se convirtió en Mateo el apóstol y en Mateo el evangelista. Ahora, si Cristo necesitaba un apóstol, ¿por qué no seleccionó a uno de los fariseos? Si necesitaba un evangelista, ¿por qué no escogió a uno de los escribas? La razón es que un publicano y pecador era alguien más conforme a Su propósito.
Tal vez, en este momento, el Señor esté buscando un valeroso predicador de la verdad; y pudiera ser que tú, amigo mío, que estás allá lejos, en medio de la multitud, seas el hombre a quien Él ha elegido para esta noble y excelsa empresa. Cristo encontró a John Bunyan jugando "tala" (1) en el descampado de Elstow, y encontró a Richard Weaver en la profundidad de las minas, blasfemando el nombre de Dios. ¿Quién sabe si no te pudiera encontrar para este excelso propósito: para bendecirte y para convertirte en una bendición?
Podría haber algunas personas aquí, que harían temblar a las antiguas columnas del infierno, aunque hoy sean amigos jurados del pecado y Satanás; pero Aquel, que les ha permitido adentrarse tanto en el pecado, puede emitir Su divino decreto, relativo a cada uno de ellas:
"Gracia todopoderosa, atrae a ese hombre"
y será renovado en su corazón, será cambiado en su vida, y será conducido a ser "una nueva creación en Cristo Jesús." Cierto es que muchos de los siervos más útiles y honrados del Señor Jesucristo han sido tomados precisamente de esa clase con la que Jesús y Sus discípulos comían el pan.
En una ocasión, se necesitaba que una persona fungiera como dama de honor -si se me permite usar ese término- del Rey de reyes. Las reinas podrían haber estado muy contentas de deshacerse de sus coronas, a cambio de un honor como ese; sin embargo "Una mujer de la ciudad, que era pecadora", fue elegida para prestar ese humilde servicio al Señor Jesucristo, y "Estando detrás de él a sus pies, llorando, comenzó a regar con lágrimas sus pies, y los enjugaba con sus cabellos; y besaba sus pies, y los ungía con el perfume." Simón, el fariseo, criticó a Cristo por permitirle a la mujer que hiciera esto, pero Jesús dijo que era el gran amor de ella, el que la había motivado a hacer lo que el fariseo había descuidado para con su invitado; y Jesús le dijo a la mujer: "Tus pecados te son perdonados�?Tu fe te ha salvado, anda en paz."
¿Me estoy dirigiendo a alguna mujer que pudiera aplicarse verdaderamente a sí misma el término de "pecadora"? Hermana mía, así es como Cristo recibió a esta mujer que era pecadora. Él aceptó el homenaje de su amor, un amor que sólo ella podía dar, un amor que sólo podía proceder de una mujer que había llevado una vida como la que ella había llevado, y que, por tanto, estaba saturado de intensa gratitud hacia su Señor y Salvador. ¡Así es como Cristo recibe a los pecadores; oh, que te recibiera así, a ti, en este instante!
Aquí tenemos otro caso en el que Cristo recibe a un pecador. Ya les he recordado cómo visitó la casa de un pecador, cómo escogió a un pecador para que fuera uno de Sus discípulos, y cómo fue ungido por una mujer pecadora; ahora, Él estaba próximo a morir, y se necesitaba que alguien le acompañara de la tierra al cielo. Cuando Él regresara a casa, no era apropiado que lo hiciera solo. El grandioso Vencedor no debía reingresar al cielo sin alguna señal de Sus victorias aquí abajo. ¡Oh poderoso Héroe, Tú no puedes atravesar las puertas de Tu metrópolis paternal sin llevar contigo a algún cautivo! ¿Quién acompañará al Salvador a Su gloria? ¿Será algún mártir quien, en un carro de fuego, remonte al cielo con su Redentor? ¿Será algún devoto discípulo y diácono, como Esteban, quien, en medio de una lluvia de piedras, vea al cielo abierto para él, y entre junto a su Señor?
No; pero hay un ladrón agonizante en la cruz, muy cerca del Hijo sufriente de Dios, pues Jesús fue contado con los inicuos, y murió en la compañía de los pecadores, tal como había vivido en medio de ellos. El ladrón oró: "Señor, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino"; y Jesús le respondió: "De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso"; y, probablemente, la primera alma en entrar al cielo después del retorno del Rey, fue el alma de este pobre ladrón penitente.
Voy a mencionar únicamente un caso más en que Cristo recibe a un pecador. Después que hubo regresado al cielo, necesitaba un hombre que fuera Su apóstol para los gentiles. Pedro, el judío, era demasiado prejuiciado, aun cuando su naturaleza estuviera regida por la gracia, -aún permanecía mucho de la exclusividad judía en él- y no era apto para ser el apóstol de los gentiles. El Señor, por tanto, resolvió que, una vez al menos, hablaría desde el cielo con una voz audible, y que, como un modelo para todos los que creyeran posteriormente en Él, quería contar con un alma especial. ¿Quién debería ser?
Ustedes podrían enviar a un oficial a través de Grecia y Roma, y ese oficial podría encontrar un gran número de personas recomendables para el puesto; pero el propio Cristo seleccionó al individuo menos indicado del mundo entero. Allí está, "Respirando aún amenazas y muerte contra los discípulos del Señor", pues odia a Cristo y también a Sus seguidores. Cuando Esteban fue apedreado, se deleitaba por el sufrimiento de los mártires que morían. Está constantemente arrojando en prisión tanto a hombres como a mujeres; y ahora va camino a Damasco, -estando sumamente airado en contra de los santos- para perseguir a todos los que pueda encontrar allá que sean seguidores de Cristo.
La secuela de la historia es expresada en las propias palabras de Pablo a Agripa: "A mediodía, oh rey, yendo por el camino, vi una luz del cielo que sobrepasaba el resplandor del sol, la cual me rodeó a mí y a los que iban conmigo. Y habiendo caído todos nosotros en tierra, oí una voz que me hablaba, y decía en lengua hebrea: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?" La secuela ulterior es descrita en palabras de Pablo a la iglesia de Éfeso: "A mí, que soy menos que el más pequeño de todos los santos, me fue dada esta gracia de anunciar entre los gentiles el evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo." Esta es la forma que tiene mi Señor de tratar con los pecadores, incluso con aquel que se autonombró 'el primero de los pecadores'.
Cristianos profesantes, cuyos corazones se han empedernido, ¿es esta la manera en que actúan para con las pobres almas pecadoras? Y, oh, pobre alma perdida, ¿es esta la manera en que piensas que Cristo trataría contigo? Él hará contigo lo mismo que hizo con ellos. Está tan dispuesto a salvar hoy, como lo estuvo en días pasados. Tiene ahora tan grande amor por los pecadores como lo tenía cuando iba a través de las ciudades y aldeas de Galilea, enseñando y sanando al pueblo, o cuando derramó Su alma hasta la muerte, para redimir a los perdidos, comprándolos con Su sangre.
II. Ahora voy a mi segundo punto, y pregunto: ¿CÓMO ES QUE CRISTO ESTÁ TAN DISPUESTO A DESCENDER HASTA LOS POBRES PECADORES, PARA SALVARLOS?
No se imaginen que sea debido a que es insensible a su culpa. Pecador, Jesucristo saber mucho mejor que tú, qué cosa tan mala y amarga es el pecado. Es más odioso y despreciable para Él que cualquier otra cosa. Por lo tanto, no busca la sociedad con las almas perdidas porque sea insensible a su culpa. Vamos, entonces, ¿acaso desea estar en su compañía?
Es debido a que siente un profundo afecto por los pecadores. Hay un pequeñito que llora en el piso superior; algunas personas presentes en la casa desearían que el ruido se detuviera, pues afirman que no pueden soportarlo; pero la madre dice: "Es mi hijo el que está llorando allá arriba", y se apresura a consolar y a calmar a su bebé. Entonces, cuando oímos blasfemar al pecador, nos enojamos con él; pero Cristo llora por él, y sale para salvarlo. "Se trata de mi hijo", dice Él:
Hay un mundo de diferencia entre lo que una esposa haría por su esposo enfermo y lo que un extraño podría hacer por él. Imaginen que el esposo está sufriendo por causa de alguna enfermedad repugnante. La enfermera dice: "No; ni por todo el dinero del mundo me quedaría por más tiempo. Además, la enfermedad es infecciosa, y yo podría transmitirla a los seres queridos de mi casa." Pero si fuere tan infecciosa como la propia peste, y tan nociva como el gran hoyo en el que han sido arrojados los cuerpos de los muertos sin sus cajas, aun así esa esposa permanecería con su ser amado, -y si fuese necesario, llegaría hasta enfermarse, y sufrir y morir- pues afirma: "él es mi esposo".
Y aquí está un pecador, tan repleto de inmundicia que aún los más compasivos se hacen a un lado, y no se le acercan; pero el Señor Jesús ve en ese abyecto pecador un objeto ideal para Su piedad y Su gracia salvadora. "Él es uno conmigo", -dice- "por el pacto y la unión eternos, y me quedaré con él hasta que le haya sanado; vigilaré a su lado hasta que le haya salvado de toda su inmundicia y de todo su pecado."
Además, pobre pecador, hay otra razón por la que el Señor Jesucristo está tan profundamente interesado en ti. Él ve en ti la compra efectuada con Su preciosa sangre. "Lo compré", -afirma- "con la sangre de mi corazón; ¿piensan que habría de perderlo después de eso?" "Pero, Señor, él blasfema de Ti". "Ay, pero Yo lo compré con mi sangre". "Pero, Señor, él ha hecho un pacto con la muerte, y un acuerdo con el infierno." "Sí", -dice Cristo- "Sé que lo ha hecho; pero Yo anularé ese pacto, y cancelaré ese acuerdo, pues lo he comprado, y voy a tenerlo como Mío."
Jesús no olvida nunca el precio que pagó por la redención, incluso de una sola alma. Hermanos míos, me parece que le oigo decir: "Por mi agonía y sudor sangriento, por mi cruz y mi pasión, por mi muerte y mi sepultura, lo tendré como Mío, pues no sufrí en vano todas estas cosas."
Además, Cristo ve al pecador, no como es en sí mismo, sino como es en el propósito de redención. "Su cabeza entera está enferma", -dice Cristo- "pero yo la puedo curar; su corazón entero está desfalleciente, pero yo lo puedo restaurar y lo haré. Sus pies se han descarriado, su boca es un sepulcro abierto, sus ojos son ventanas de concupiscencia, sus manos están manchadas de sangre; pero yo voy a corregir todo eso, y voy a convertirlo en una nueva criatura, apta para participar de la herencia de los santos en luz."
Vean, Jesús mira, no tanto a lo que el pecador es en sí mismo, sino a lo que Él puede hacer del pecador. Él ve, en cada pecador, la posibilidad de convertirlo en un santo glorificado, que habrá de morar con Él por siempre y para siempre.
Si Él te escogió, pobre pecador, antes que todos los mundos fueran hechos, y te compró con Su sangre, Él te ve, no como eres ahora, sino como habrás de ser cuando Él te haya perfeccionado. ¡Oh, qué maravilla será cuando ese pobre borracho, que está allá, cante en el cielo como uno de los espíritus de los justos hechos perfectos, y, cuando, aquella prostituta, que está allá, sostenga un arpa de oro en su mano, y toque las alabanzas de Aquel que la amó, y le lavó sus pecados con Su propia sangre! Y quien lo ha dicho, lo hará; Él, que es "grande para salvar", redimirá en poder a aquellos a quienes ha asegurado por la compra.
Y, pecador penitente, Jesús ya está oyéndote entonar Su alabanza; y Él te ve, tal como serás, sin mancha, ni arruga, ni nada parecido, lavado en Su sangre, renovado por Su espíritu, llevado seguramente a casa, y glorificado con Él para siempre.
No es una sorpresa, entonces, que Cristo esté dispuesto a venir a los pobres pecadores, para morar con ellos. Él puede ver lo que ustedes y yo no podemos ver: lo que serán cuando haya cumplido Sus propósitos de misericordia y de gracia concernientes a ellos.
Pecador, tú estás tan avergonzado por tu pecado, que no te atreves a acercarte a un ministro, pero sí te puedes acercar a Cristo. No hay ningún orgullo en Él, ni ninguna reserva cautelosa, como los que nosotros podríamos ejercer rectamente al tratar contigo. Aunque tú no le puedas decir ni siquiera a tu propio padre todo lo concerniente a ti, puedes decírselo todo a Jesús. Tal vez tú no puedas decirle toda la historia de tu pecado y de tu arrepentimiento a tu esposa amada, pero puedes decírselo a Jesús. No hay música que Él ame tanto como la voz de un pecador que confiesa su pecado; no hay perlas que valore más altamente que esas lágrimas perladas que el arrepentimiento forma en el ojo del alma que tiembla a Su Palabra. No te imagines que Él sea difícil de agradar, pues ama a los pecadores; no supongas que es difícil tener acceso a Él. Como el padre de la parábola, Él puede ver a un pecador cuando todavía se encuentra muy lejos, y correrá para recibirte, y darte una cálida recepción, y una amorosa bienvenida. Tú estarás feliz de ser salvado, pero Él estará más feliz de salvarte. Tú te regocijarás al ser perdonado, pero Él se regocijará más aún al perdonarte.
Yo no puedo expresar esta bendita verdad acerca de la compasión de Cristo hacia los pecadores, con tales palabras como quisiera hacerlo si pudiera. Si tú no admites que eres un pecador, no tengo ningún evangelio que predicarte; pero si tú estás autocondenado, tengo un mensaje de misericordia que debo entregarte. Para el autoconvicto, para el condenado por la ley, para los prisioneros que se declaran culpables, aquellos que están dispuestos a confesar que no tienen ningún merecimiento, que merecen el castigo, que son pecadores que merecen el infierno, tengo que decirles que Cristo es un Salvador al que pueden acercarse. No, es todavía algo más que eso, Él está esperando para derramar Su gracia; Él está con Sus brazos extendidos, anhelante de estrechar a los pecadores en Su pecho. ¿Por qué habrías de esperar?
III. Ahora cierro mi discurso esforzándome por enseñarles LA LECCIÓN PRÁCTICA QUE DEBERÍA SEGUIRSE del hecho de que Cristo recibe a los pecadores, y come con ellos.
Permítanme expresar sólo una palabra de advertencia aquí. Cuando afirmamos que Cristo recibe a los pecadores, todos dicen: "Bien, yo soy un pecador." Es una prueba curiosa de que la gente no sabe qué es ser un pecador, pues de otra forma, no estarían tan dispuestos a admitir que están incluidos en esa clase. Si yo le dijera a cualquiera que me encontrara: "tú eres un criminal", casi invariablemente replicaría: "no, señor, no lo soy".
Pero ¿cuál es la diferencia entre ser un criminal y ser un pecador, excepto que el pecador es el peor de los dos? Un criminal es una persona que ofende contra las leyes de los hombres; "un pecador" es un término teológico, que significa: uno que ofende contra las leyes de Dios. La gente dice: "ser criminales; ¡oh, qué horrible! Pero, ser pecadores; bien, todos somos pecadores"; no parecieran pensar nada acerca de esa terrible verdad.
¡Ah!, pero a menos que la gracia de Dios los cambie, el día vendrá en que pensarán que hubiera sido mejor ser una rana, un sapo, una víbora, o cualquier otra criatura, en lugar de haber sido un pecador; pues, después de la palabra "demonio", no hay otra palabra de contenido más terrible como esa palabra: "pecador".
"Un pecador" quiere decir alguien a quien no le importa Dios para nada, alguien que quebranta las leyes de Dios, que desprecia la misericordia de Dios, y que, si continúa siendo lo que es, tendrá que soportar la ira de Dios como un castigo por su pecado.
Sin embargo, estas son las personas que Cristo está dispuesto a recibir. Por tanto, ninguno de ustedes podría decir, si pereciera, que perece porque Él no quiso recibirlo. "¡Oh, pero!", -dirás tú- "Él nunca recibiría a alguien como yo." ¿Cómo sabes eso? ¿Le has probado alguna vez? No hay ningún pecador, ni siquiera en el propio infierno, que se atreva a decir jamás que se acercó a Jesús, pero que Jesús rehusó recibirle. No hay un alma perdida en el hoyo profundo, que pudiera mirar hacia Dios, y decirle justamente: "Grandioso Dios, yo pedí misericordia por medio de la preciosa sangre de Jesús, pero Tú dijiste: 'No te la concederé a ti'." No, eso no podrá ser nunca; ni en la tierra, ni en el infierno, habrá un alma jamás que hubiera confiado en Cristo para perecer después. Tú dices que Cristo no te salvará, así que te pregunto de nuevo: ¿Le has probado alguna vez? ¿Le diste alguna vez una oportunidad? ¿Le dijiste alguna vez, estando de rodillas, consciente de tu condición perdida: "Jesús, sálvame porque perezco"? Tú estás espiritualmente ciego; ¿le dijiste alguna vez: "Hijo de David, ten misericordia de mí"? ¿Clamaste a Él, una y otra vez, y acaso te dio la espalda, y permitió que continuaras en las tinieblas?
Leproso, tu eres repulsivo a Su vista en razón de tu pecado; pero ¿le dijiste alguna vez: "Señor, si quieres, puedes limpiarme"? No, tú sabes que no lo has hecho, aunque a menudo has resuelto que lo harías. Bajo la influencia de un sermón sincero, tú has dicho: "voy a buscar al Señor"; pero cuando saliste de la casa de oración, algún compañero ocioso se reunió contigo, y pronto olvidaste todo lo concerniente a tu buena resolución.
Pero déjame decirte ahora que a pesar de todos los años en que has oído el Evangelio en vano, si el Espíritu Santo te moviera incluso ahora a confesar tu pecado a Jesús, y a decirle: "Hijo de David, ten misericordia de mí; pongo los asuntos de mi alma en Tus manos a partir de este momento"; pecador, Él te salvará. Si no lo hiciera, entonces yo perecería contigo, pues esta es toda nuestra esperanza: que Jesús murió para salvar a los perdidos; y si pudiera perecer un alma que mirara con fe a Sus heridas, entonces todos deben perecer, y el abismo deberá tragar a toda la familia de Dios comprada con sangre. Pero eso no puede suceder nunca.
Hay una antigua tradición, que voy a repetir como una censura para quienes tienen justicia propia, y como un consuelo para los pecadores. Dean Trench, citando a un moralista persa, cuenta una de sus antiguas fábulas acerca de Jesús. Por supuesto, es únicamente una fábula; pero contiene el propio espíritu de la verdad acerca de la cual he estado predicando.
Cuando Cristo, de acuerdo a esta fábula, viajaba a través de cierta región, se quedó en la cueva de un ermitaño. Sucedió que vivía un joven en una ciudad vecina, cuyos vicios eran tan grandes que, de acuerdo a la habladuría común, el diablo mismo no se atrevía a asociarse con él para no volverse peor de lo que era. Este joven, oyendo que el Salvador, que podía perdonar el pecado, se encontraba en la cueva del ermitaño, fue a verlo. Cayendo de rodillas, hizo la confesión de su culpa, y reconoció que era completamente indigno de misericordia, pero suplicó a Cristo, en el amor de Su gracioso corazón, que lo perdonara por el pasado, y lo convirtiera en un hombre nuevo en el futuro. El monje que vivía en la cueva, le dijo al joven: "vete de aquí; tú no eres digno de estar en un lugar tan santo como este"; y, volviéndose al Salvador, le dijo: "Señor, en el otro mundo, asígname un lugar tan lejos de este infeliz como sea posible". El Salvador respondió: "Tu oración ha sido escuchada; tú eres justo con justicia propia, así que te asigno tu lugar en el infierno; este hombre es penitente, y busca misericordia de mis manos; Yo le asigno su lugar en el cielo. De esta forma, ambos verán cumplido el deseo de su corazón." He aquí, en esa vieja fábula, la propia esencia de la doctrina de la justificación por fe.
Vayan ustedes, los que confían en sus propias buenas obras, y perezcan. Vamos, ustedes, los que confiesan sus actos malos, ódienlos, huyan de ellos, y confíen en Jesús, y serán salvos, mientras que aquellos que andan tratando de establecer su propia justicia, perecerán eternamente.
¡Oh, que mi Señor atraiga a algunos de ustedes a Él en este instante! ¿Qué dices tú? ¿Acudirás a este Hombre, que recibe a los pecadores? Él te pide que vayas a Él; ¿irás? No puedes argumentar que eres demasiado vil, pues Él acepta a los propios desechos de los hombres: él no echará fuera a los desechados por el diablo, si sólo acuden a Él. Por muy desesperanzados que estén de ustedes mismos, no deben decir de Él: "me rechazará". Confíen en que los recibirá, y confíen en Él ahora. ¡Oh Espíritu del Dios viviente, demuestra la divinidad del Evangelio de Cristo, en esta precisa hora, convirtiendo a los leones en corderos, y a los cuervos en palomas, y que el primero de los pecadores demuestre Tu poder para salvar! Amén.
Notas del traductor:
(1) Tala: juego que consiste en pegar con un palo en la punta de otro palo pequeño, aguzado por los extremos, que se pone en el suelo, haciéndolo saltar y dándole un golpe mientras está en el aire, para mandarlo lo más lejos posible.
(2) Solón (640-558 a.C.): estadista ateniense. Su nombre ha quedado unido a la reforma social y política de auge de Atenas.
(3) Dracón (siglo 7 a. C.): legislador ateniense. Redactó un código célebre por su rigor.
No se imaginen que sea debido a que es insensible a su culpa. Pecador, Jesucristo saber mucho mejor que tú, qué cosa tan mala y amarga es el pecado. Es más odioso y despreciable para Él que cualquier otra cosa. Por lo tanto, no busca la sociedad con las almas perdidas porque sea insensible a su culpa. Vamos, entonces, ¿acaso desea estar en su compañía?
Es debido a que siente un profundo afecto por los pecadores. Hay un pequeñito que llora en el piso superior; algunas personas presentes en la casa desearían que el ruido se detuviera, pues afirman que no pueden soportarlo; pero la madre dice: "Es mi hijo el que está llorando allá arriba", y se apresura a consolar y a calmar a su bebé. Entonces, cuando oímos blasfemar al pecador, nos enojamos con él; pero Cristo llora por él, y sale para salvarlo. "Se trata de mi hijo", dice Él:
"Heredero conjunto Conmigo ha de ser
En la gloria sempiterna."
En la gloria sempiterna."
Hay un mundo de diferencia entre lo que una esposa haría por su esposo enfermo y lo que un extraño podría hacer por él. Imaginen que el esposo está sufriendo por causa de alguna enfermedad repugnante. La enfermera dice: "No; ni por todo el dinero del mundo me quedaría por más tiempo. Además, la enfermedad es infecciosa, y yo podría transmitirla a los seres queridos de mi casa." Pero si fuere tan infecciosa como la propia peste, y tan nociva como el gran hoyo en el que han sido arrojados los cuerpos de los muertos sin sus cajas, aun así esa esposa permanecería con su ser amado, -y si fuese necesario, llegaría hasta enfermarse, y sufrir y morir- pues afirma: "él es mi esposo".
Y aquí está un pecador, tan repleto de inmundicia que aún los más compasivos se hacen a un lado, y no se le acercan; pero el Señor Jesús ve en ese abyecto pecador un objeto ideal para Su piedad y Su gracia salvadora. "Él es uno conmigo", -dice- "por el pacto y la unión eternos, y me quedaré con él hasta que le haya sanado; vigilaré a su lado hasta que le haya salvado de toda su inmundicia y de todo su pecado."
Además, pobre pecador, hay otra razón por la que el Señor Jesucristo está tan profundamente interesado en ti. Él ve en ti la compra efectuada con Su preciosa sangre. "Lo compré", -afirma- "con la sangre de mi corazón; ¿piensan que habría de perderlo después de eso?" "Pero, Señor, él blasfema de Ti". "Ay, pero Yo lo compré con mi sangre". "Pero, Señor, él ha hecho un pacto con la muerte, y un acuerdo con el infierno." "Sí", -dice Cristo- "Sé que lo ha hecho; pero Yo anularé ese pacto, y cancelaré ese acuerdo, pues lo he comprado, y voy a tenerlo como Mío."
Jesús no olvida nunca el precio que pagó por la redención, incluso de una sola alma. Hermanos míos, me parece que le oigo decir: "Por mi agonía y sudor sangriento, por mi cruz y mi pasión, por mi muerte y mi sepultura, lo tendré como Mío, pues no sufrí en vano todas estas cosas."
Además, Cristo ve al pecador, no como es en sí mismo, sino como es en el propósito de redención. "Su cabeza entera está enferma", -dice Cristo- "pero yo la puedo curar; su corazón entero está desfalleciente, pero yo lo puedo restaurar y lo haré. Sus pies se han descarriado, su boca es un sepulcro abierto, sus ojos son ventanas de concupiscencia, sus manos están manchadas de sangre; pero yo voy a corregir todo eso, y voy a convertirlo en una nueva criatura, apta para participar de la herencia de los santos en luz."
Vean, Jesús mira, no tanto a lo que el pecador es en sí mismo, sino a lo que Él puede hacer del pecador. Él ve, en cada pecador, la posibilidad de convertirlo en un santo glorificado, que habrá de morar con Él por siempre y para siempre.
Si Él te escogió, pobre pecador, antes que todos los mundos fueran hechos, y te compró con Su sangre, Él te ve, no como eres ahora, sino como habrás de ser cuando Él te haya perfeccionado. ¡Oh, qué maravilla será cuando ese pobre borracho, que está allá, cante en el cielo como uno de los espíritus de los justos hechos perfectos, y, cuando, aquella prostituta, que está allá, sostenga un arpa de oro en su mano, y toque las alabanzas de Aquel que la amó, y le lavó sus pecados con Su propia sangre! Y quien lo ha dicho, lo hará; Él, que es "grande para salvar", redimirá en poder a aquellos a quienes ha asegurado por la compra.
Y, pecador penitente, Jesús ya está oyéndote entonar Su alabanza; y Él te ve, tal como serás, sin mancha, ni arruga, ni nada parecido, lavado en Su sangre, renovado por Su espíritu, llevado seguramente a casa, y glorificado con Él para siempre.
No es una sorpresa, entonces, que Cristo esté dispuesto a venir a los pobres pecadores, para morar con ellos. Él puede ver lo que ustedes y yo no podemos ver: lo que serán cuando haya cumplido Sus propósitos de misericordia y de gracia concernientes a ellos.
Pecador, tú estás tan avergonzado por tu pecado, que no te atreves a acercarte a un ministro, pero sí te puedes acercar a Cristo. No hay ningún orgullo en Él, ni ninguna reserva cautelosa, como los que nosotros podríamos ejercer rectamente al tratar contigo. Aunque tú no le puedas decir ni siquiera a tu propio padre todo lo concerniente a ti, puedes decírselo todo a Jesús. Tal vez tú no puedas decirle toda la historia de tu pecado y de tu arrepentimiento a tu esposa amada, pero puedes decírselo a Jesús. No hay música que Él ame tanto como la voz de un pecador que confiesa su pecado; no hay perlas que valore más altamente que esas lágrimas perladas que el arrepentimiento forma en el ojo del alma que tiembla a Su Palabra. No te imagines que Él sea difícil de agradar, pues ama a los pecadores; no supongas que es difícil tener acceso a Él. Como el padre de la parábola, Él puede ver a un pecador cuando todavía se encuentra muy lejos, y correrá para recibirte, y darte una cálida recepción, y una amorosa bienvenida. Tú estarás feliz de ser salvado, pero Él estará más feliz de salvarte. Tú te regocijarás al ser perdonado, pero Él se regocijará más aún al perdonarte.
Yo no puedo expresar esta bendita verdad acerca de la compasión de Cristo hacia los pecadores, con tales palabras como quisiera hacerlo si pudiera. Si tú no admites que eres un pecador, no tengo ningún evangelio que predicarte; pero si tú estás autocondenado, tengo un mensaje de misericordia que debo entregarte. Para el autoconvicto, para el condenado por la ley, para los prisioneros que se declaran culpables, aquellos que están dispuestos a confesar que no tienen ningún merecimiento, que merecen el castigo, que son pecadores que merecen el infierno, tengo que decirles que Cristo es un Salvador al que pueden acercarse. No, es todavía algo más que eso, Él está esperando para derramar Su gracia; Él está con Sus brazos extendidos, anhelante de estrechar a los pecadores en Su pecho. ¿Por qué habrías de esperar?
III. Ahora cierro mi discurso esforzándome por enseñarles LA LECCIÓN PRÁCTICA QUE DEBERÍA SEGUIRSE del hecho de que Cristo recibe a los pecadores, y come con ellos.
Permítanme expresar sólo una palabra de advertencia aquí. Cuando afirmamos que Cristo recibe a los pecadores, todos dicen: "Bien, yo soy un pecador." Es una prueba curiosa de que la gente no sabe qué es ser un pecador, pues de otra forma, no estarían tan dispuestos a admitir que están incluidos en esa clase. Si yo le dijera a cualquiera que me encontrara: "tú eres un criminal", casi invariablemente replicaría: "no, señor, no lo soy".
Pero ¿cuál es la diferencia entre ser un criminal y ser un pecador, excepto que el pecador es el peor de los dos? Un criminal es una persona que ofende contra las leyes de los hombres; "un pecador" es un término teológico, que significa: uno que ofende contra las leyes de Dios. La gente dice: "ser criminales; ¡oh, qué horrible! Pero, ser pecadores; bien, todos somos pecadores"; no parecieran pensar nada acerca de esa terrible verdad.
¡Ah!, pero a menos que la gracia de Dios los cambie, el día vendrá en que pensarán que hubiera sido mejor ser una rana, un sapo, una víbora, o cualquier otra criatura, en lugar de haber sido un pecador; pues, después de la palabra "demonio", no hay otra palabra de contenido más terrible como esa palabra: "pecador".
"Un pecador" quiere decir alguien a quien no le importa Dios para nada, alguien que quebranta las leyes de Dios, que desprecia la misericordia de Dios, y que, si continúa siendo lo que es, tendrá que soportar la ira de Dios como un castigo por su pecado.
Sin embargo, estas son las personas que Cristo está dispuesto a recibir. Por tanto, ninguno de ustedes podría decir, si pereciera, que perece porque Él no quiso recibirlo. "¡Oh, pero!", -dirás tú- "Él nunca recibiría a alguien como yo." ¿Cómo sabes eso? ¿Le has probado alguna vez? No hay ningún pecador, ni siquiera en el propio infierno, que se atreva a decir jamás que se acercó a Jesús, pero que Jesús rehusó recibirle. No hay un alma perdida en el hoyo profundo, que pudiera mirar hacia Dios, y decirle justamente: "Grandioso Dios, yo pedí misericordia por medio de la preciosa sangre de Jesús, pero Tú dijiste: 'No te la concederé a ti'." No, eso no podrá ser nunca; ni en la tierra, ni en el infierno, habrá un alma jamás que hubiera confiado en Cristo para perecer después. Tú dices que Cristo no te salvará, así que te pregunto de nuevo: ¿Le has probado alguna vez? ¿Le diste alguna vez una oportunidad? ¿Le dijiste alguna vez, estando de rodillas, consciente de tu condición perdida: "Jesús, sálvame porque perezco"? Tú estás espiritualmente ciego; ¿le dijiste alguna vez: "Hijo de David, ten misericordia de mí"? ¿Clamaste a Él, una y otra vez, y acaso te dio la espalda, y permitió que continuaras en las tinieblas?
Leproso, tu eres repulsivo a Su vista en razón de tu pecado; pero ¿le dijiste alguna vez: "Señor, si quieres, puedes limpiarme"? No, tú sabes que no lo has hecho, aunque a menudo has resuelto que lo harías. Bajo la influencia de un sermón sincero, tú has dicho: "voy a buscar al Señor"; pero cuando saliste de la casa de oración, algún compañero ocioso se reunió contigo, y pronto olvidaste todo lo concerniente a tu buena resolución.
Pero déjame decirte ahora que a pesar de todos los años en que has oído el Evangelio en vano, si el Espíritu Santo te moviera incluso ahora a confesar tu pecado a Jesús, y a decirle: "Hijo de David, ten misericordia de mí; pongo los asuntos de mi alma en Tus manos a partir de este momento"; pecador, Él te salvará. Si no lo hiciera, entonces yo perecería contigo, pues esta es toda nuestra esperanza: que Jesús murió para salvar a los perdidos; y si pudiera perecer un alma que mirara con fe a Sus heridas, entonces todos deben perecer, y el abismo deberá tragar a toda la familia de Dios comprada con sangre. Pero eso no puede suceder nunca.
Hay una antigua tradición, que voy a repetir como una censura para quienes tienen justicia propia, y como un consuelo para los pecadores. Dean Trench, citando a un moralista persa, cuenta una de sus antiguas fábulas acerca de Jesús. Por supuesto, es únicamente una fábula; pero contiene el propio espíritu de la verdad acerca de la cual he estado predicando.
Cuando Cristo, de acuerdo a esta fábula, viajaba a través de cierta región, se quedó en la cueva de un ermitaño. Sucedió que vivía un joven en una ciudad vecina, cuyos vicios eran tan grandes que, de acuerdo a la habladuría común, el diablo mismo no se atrevía a asociarse con él para no volverse peor de lo que era. Este joven, oyendo que el Salvador, que podía perdonar el pecado, se encontraba en la cueva del ermitaño, fue a verlo. Cayendo de rodillas, hizo la confesión de su culpa, y reconoció que era completamente indigno de misericordia, pero suplicó a Cristo, en el amor de Su gracioso corazón, que lo perdonara por el pasado, y lo convirtiera en un hombre nuevo en el futuro. El monje que vivía en la cueva, le dijo al joven: "vete de aquí; tú no eres digno de estar en un lugar tan santo como este"; y, volviéndose al Salvador, le dijo: "Señor, en el otro mundo, asígname un lugar tan lejos de este infeliz como sea posible". El Salvador respondió: "Tu oración ha sido escuchada; tú eres justo con justicia propia, así que te asigno tu lugar en el infierno; este hombre es penitente, y busca misericordia de mis manos; Yo le asigno su lugar en el cielo. De esta forma, ambos verán cumplido el deseo de su corazón." He aquí, en esa vieja fábula, la propia esencia de la doctrina de la justificación por fe.
Vayan ustedes, los que confían en sus propias buenas obras, y perezcan. Vamos, ustedes, los que confiesan sus actos malos, ódienlos, huyan de ellos, y confíen en Jesús, y serán salvos, mientras que aquellos que andan tratando de establecer su propia justicia, perecerán eternamente.
¡Oh, que mi Señor atraiga a algunos de ustedes a Él en este instante! ¿Qué dices tú? ¿Acudirás a este Hombre, que recibe a los pecadores? Él te pide que vayas a Él; ¿irás? No puedes argumentar que eres demasiado vil, pues Él acepta a los propios desechos de los hombres: él no echará fuera a los desechados por el diablo, si sólo acuden a Él. Por muy desesperanzados que estén de ustedes mismos, no deben decir de Él: "me rechazará". Confíen en que los recibirá, y confíen en Él ahora. ¡Oh Espíritu del Dios viviente, demuestra la divinidad del Evangelio de Cristo, en esta precisa hora, convirtiendo a los leones en corderos, y a los cuervos en palomas, y que el primero de los pecadores demuestre Tu poder para salvar! Amén.
Notas del traductor:
(1) Tala: juego que consiste en pegar con un palo en la punta de otro palo pequeño, aguzado por los extremos, que se pone en el suelo, haciéndolo saltar y dándole un golpe mientras está en el aire, para mandarlo lo más lejos posible.
(2) Solón (640-558 a.C.): estadista ateniense. Su nombre ha quedado unido a la reforma social y política de auge de Atenas.
(3) Dracón (siglo 7 a. C.): legislador ateniense. Redactó un código célebre por su rigor.
por Charles Haddon Spurgeon