por Charles Haddon Spurgeon
"Señor, he aquí el que amas está enfermo." Juan 11: 3.
Aquel discípulo a quien Jesús amaba no está de ninguna manera renuente a registrar que Jesús también amaba a Lázaro: no existen celos entre aquellos que son elegidos por el Bienamado. Jesús amaba a María, y a Marta, y a Lázaro: es algo dichoso cuando una familia entera vive en el amor de Jesús. Eran un trío favorecido, y, sin embargo, como la serpiente entró en el Paraíso, así también la aflicción entró a su tranquilo hogar de Betania.
Lázaro estaba enfermo. Todos ellos sentían que si Jesús estuviese allí, la enfermedad escaparía de Su presencia; entonces, ¿qué otra cosa debían hacer sino notificarle su tribulación? Lázaro se encontraba a las puertas de la muerte, y entonces sus amorosas hermanas reportaron de inmediato su aflicción a Jesús, diciéndole: "Señor, he aquí el que amas está enfermo."
Desde entonces, ese mismo mensaje ha sido enviado muchas veces a nuestro Señor, ya que en muchísimos casos Él ha escogido a Su pueblo en horno de aflicción. Del Maestro se dice: "Él mismo tomó nuestras enfermedades, y llevó nuestra dolencias", y, entonces, en este asunto no es algo extraordinario que los miembros sean conformados a su Cabeza.
I. Observen, primero, UN HECHO que es mencionado en el texto: "Señor, he aquí el que amas está enfermo." Las hermanas estaban algo sorprendidas de que así fuera, pues la expresión "he aquí" implica un cierto grado de sorpresa. "Nosotras lo amamos y querríamos sanarlo directamente: Tú lo amas, y, sin embargo, permanece enfermo. Tú podrías sanarlo con una palabra, entonces, ¿por qué razón el que amas está enfermo?"
Querido amigo enfermo, ¿no te has preguntado a menudo cómo tu dolorosa o persistente enfermedad es consistente con el hecho de ser elegido, y llamado, y ser uno con Cristo? Me atrevería a decir que esto te deja grandemente perplejo, y si embargo, con toda verdad, no es de ninguna manera extraño, sino es algo que debe esperarse.
No debería sorprendernos que el hombre a quien el Señor ama esté enfermo, pues es sólo un hombre. El amor de Jesús no nos separa de las necesidades y de las debilidades comunes de la vida humana. Los hombres de Dios siguen siendo hombres. El pacto de gracia no es una carta de privilegio que nos exima de la tisis, o del reumatismo, o del asma. Los males corporales, que nos sobrevienen por causa de nuestra carne, nos acompañarán hasta la tumba, pues Pablo dice: "Los que estamos en este tabernáculo gemimos."
Aquellos a quienes el Señor ama, son más propensos a enfermarse, pues están bajo una disciplina peculiar. Está escrito: "Porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo." La aflicción de cualquier tipo, es una de las señales de los hijos verdaderamente nacidos de Dios, y sucede con frecuencia que la prueba toma la forma de la enfermedad. ¿Habría de sorprendernos, entonces, que tengamos que tomar nuestro turno en el lecho de la enfermedad? Si Job, y David y Ezequías en su momento tuvieron que dolerse, ¿quiénes somos nosotros para sorprendernos porque nos encontremos sufriendo de mala salud?
Tampoco debería sorprendernos que nos enfermemos, si reflexionáramos en el grandioso beneficio que fluye de la prueba hacia nosotros. Yo desconozco qué perfeccionamiento peculiar haya sido obrado en Lázaro, pero muchos discípulos de Jesús habrían sido de poca utilidad si no hubiesen sido afligidos.
Los hombres fuertes son proclives a ser duros, mandones e indiferentes, y, por tanto, necesitan ser colocados y fundidos en el horno. He conocido a ciertas mujeres cristianas que nunca habrían sido tan delicadas, tiernas, sabias, experimentadas y santas si no hubiesen sido ablandadas por el dolor físico.
Hay frutos en el huerto de Dios, así como en el huerto del hombre, que no maduran mientras no sean golpeados. Jóvenes mujeres que son propensas a ser volátiles, altivas o locuaces, a menudo son entrenadas por una enfermedad tras otra para que estén llenas de dulzura y luz, y de esta manera son enseñadas a sentarse a los pies de Jesús. Muchas de ellas han sido capaces de decir con el salmista: "Bueno me es haber sido humillado, para que aprenda tus estatutos." Por esta razón, incluso aquellas que son favorecidas y benditas entre las mujeres, pueden sentir que una espada atraviesa sus corazones.
Muchas veces esta enfermedad de los amados del Señor es para el bien de otros. A Lázaro se le dejó que se enfermara y muriera, para que por su muerte y resurrección los apóstoles fueran beneficiados. Su enfermedad fue "para la gloria de Dios".
A lo largo de todos estos mil novecientos años que han transcurrido desde la enfermedad de Lázaro, todos los creyentes han obtenido un bien de ello, y, esta tarde, todos estamos tanto mejor porque Lázaro languideció y murió. La iglesia y el mundo pueden extraer un inmenso beneficio de las aflicciones de los hombres buenos: los descuidados pueden ser despertados, los que dudan pueden ser convencidos, los impíos pueden ser convertidos y los enlutados pueden ser consolados a través de nuestro testimonio en la enfermedad; y, si es así, ¿desearíamos evitar el dolor y la debilidad? ¿Acaso no estamos muy dispuestos a que nuestros amigos digan de nosotros también: "Señor, he aquí el que amas está enfermo"?
II. Sin embargo, nuestro texto no sólo registra un hecho, sino que menciona UN REPORTE de ese hecho: las hermanas enviaron y le contaron a Jesús. Hemos de mantener una correspondencia constante con nuestro Señor acerca de todo.
"Cántale un himno a Jesús cuando tu corazón desfallezca
Cuéntale todo a Jesús, tu júbilo o tu queja."
Jesús sabe todo acerca de nosotros, pero experimentamos un gran alivio cuando derramamos nuestros corazones delante de Él. Cuando los angustiados discípulos de Juan el Bautista vieron a su líder decapitado, "Tomaron el cuerpo y lo enterraron; y fueron y dieron las nuevas a Jesús." No habrían podido hacer algo mejor. En todo problema que tengan deben enviar un mensaje a Jesús, y no guarden su abatimiento dentro de ustedes mismos. Tratándose de Él, no hay necesidad de ninguna reserva, no hay temor de que los trate con fría altivez, o con despiadada indiferencia o con cruel perfidia. Él es un confidente que nunca nos traicionará, un amigo que nunca nos rechazará.
Contamos con una alentadora esperanza que nos motiva a contarle todo a Jesús: que con seguridad Él nos ayudará. Si acudes a Jesús, y le dices: "Señor tan lleno de gracia, ¿por qué estoy enfermo? Yo pensaba que era útil para Ti mientras gozaba de salud, y ahora no puedo hacer nada; ¿por qué sucede esto?", entonces podría agradarle mostrarte el por qué, o, si no, hará que estés dispuesto a someterte con paciencia a Su voluntad, aunque no sepas los motivos. Él puede transmitir Su verdad a tu mente para alentarte, o fortalecer tu corazón con Su presencia, o enviarte inesperados consuelos y concederte que te gloríes en tus aflicciones. "Derramad delante de él vuestro corazón; Dios es nuestro refugio." No en vano Marta y María enviaron a decir a Jesús, y no en vano alguien busca Su faz.
Recuerden, también, que Jesús puede sanar. No sería sabio vivir por una supuesta fe, y desechar al médico y sus medicinas, como tampoco sería sabio descartar al carnicero, o al sastre, o esperar ser alimentado y vestido por fe; pero esto sería mucho mejor que olvidar por completo al Señor, y confiar únicamente en el hombre. La salud, tanto para el cuerpo como para el alma, ha de buscarse en Dios. Hacemos uso de medicinas, pero estas no pueden hacer nada aparte del Señor, "que sana todas nuestras dolencias". Podemos contarle a Jesús nuestros dolores y sufrimientos, y nuestros declives graduales y nuestra tos desgarradora. Algunas personas tienen miedo de acudir a Dios en lo tocante a su salud: piden por el perdón del pecado, pero no se atreven a pedirle al Señor que les quite un dolor de cabeza: y, sin embargo, en verdad, si los cabellos de la parte exterior de nuestra cabeza están todos contados por Dios, no implica una mayor condescendencia de parte Suya aliviar las palpitaciones y las presiones que tenemos dentro de nuestra cabeza. Nuestras grandes cosas han de ser muy pequeñitas para el grandioso Dios y nuestras cositas no podrían ser menores.
Es una prueba de la grandeza de la mente de Dios, que mientras gobierna los cielos y la tierra, no está tan absorto en estos grandes asuntos como para olvidar el dolor más minúsculo o la menor necesidad de cualquiera de Sus pobres hijos. Podemos acudir a Él en lo tocante a nuestra respiración dificultosa, pues Él nos dio primero los pulmones y la vida. Podemos contarle acerca de nuestros ojos que pierden su vigor, y acerca de nuestro oído que pierde audición, pues Él los hizo a ambos. Podemos mencionarle la rodilla inflamada, y el dedo fruncido, y el cuello tieso, y el pie torcido, pues Él hizo todos estos miembros nuestros, y los redimió a todos, y los resucitará a todos ellos de la tumba. Vayan de inmediato, y díganle: "Señor, he aquí el que amas está enfermo."
III. En tercer lugar, en el caso de Lázaro hemos de advertir UN RESULTADO que nosotros no habríamos esperado. Sin duda, cuando María y Marta enviaron para decir a Jesús, ellas esperaban ver la recuperación de Lázaro tan pronto como el mensajero llegara al Maestro; pero no fueron complacidas. Durante dos días el Señor permaneció en el mismo lugar, y no fue hasta que supo que Lázaro había muerto, que habló de ir a Judea.
Esto nos enseña que Jesús puede ser informado de nuestro problema, y sin embargo, podría actuar como si fuese indiferente al mismo. No debemos esperar en cada caso que la oración por la recuperación será atendida, pues si así fuese, nadie que tuviera un muchacho o un niño, o un amigo o un conocido que orara por él, moriría.
En nuestras oraciones por las vidas de los amados hijos de Dios, no debemos olvidar que hay una oración que podría estar cruzándose con las nuestras, pues Jesús ora: "Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria." Nosotros pedimos que permanezcan con nosotros, pero cuando reconocemos que Jesús los quiere allá arriba, ¿qué podemos hacer sino admitir su derecho superior, y decir: "No sea como yo quiero, sino como tú."
En nuestro propio caso, podemos pedirle al Señor que nos levante, y, sin embargo, aunque nos ama, podría permitir que nos pongamos peor y peor, y al final, que muramos. A la vida de Ezequías le fueron añadidos quince años, pero nosotros tal vez ni siquiera consigamos la prórroga de un solo día. Nunca le des tanta importancia a la vida de alguien muy querido para ti, y ni siquiera a tu propia vida, como para rebelarte en contra del Señor. Si sostuvieras la vida de cualquier ser querido con una mano demasiado firme, entonces estarías haciendo una vara para tu propia espalda; y si amaras demasiado tu vida terrenal, estarías elaborando una almohada cubierta de espinas para tu lecho de muerte.
Los hijos son a menudo ídolos, y en tales casos, sus amantes demasiado ardientes son idólatras. Si adoramos a nuestros semejantes, es como si hiciéramos un dios de arcilla y lo adoráramos, al igual que lo hacen los hindúes, pues ¿qué cosa son ellos sino arcilla? ¿Será el polvo tan querido para nosotros que alterquemos con nuestro Dios por su causa? Si nuestro Señor permite que suframos, no debemos quejarnos. Él hará para nosotros lo que sea más beneficioso y lo mejor, pues nos ama más de lo que nos amamos a nosotros mismos.
¿Me parece que te oigo decir: "sí, Jesús permitió que Lázaro muriera, pero lo resucitó de nuevo"? Yo respondo, Él es la resurrección y la vida para nosotros también. Consuélense en lo concerniente a los que ya han partido: "Tu hermano resucitará", y todos aquellos de nosotros cuya esperanza está en Jesús, participaremos en la resurrección de nuestro Señor. No solamente vivirán nuestras almas, sino también nuestros cuerpos serán resucitados incorruptibles. La tumba servirá de crisol y este vil cuerpo se levantará sin ser ya vil.
Algunos cristianos son grandemente alentados por el pensamiento de vivir hasta que el Señor venga, y escapar así de la muerte. Yo confieso que creo que esto no es una gran ganancia, pues lejos de tener alguna preferencia sobre aquellos que han muerto, quienes viven y permanecen hasta Su venida, perderán un punto de comunión, al no morir y resucitar como su Señor.
Amados, todo es vuestro, y la muerte es expresamente mencionada en la lista; por tanto no han de tenerle miedo, sino más bien,
"Anhelen la noche, para desvestirse,
Y que puedan descansar con Dios."
IV. Voy a concluir con UNA PREGUNTA: "Amaba Jesús a Marta, a su hermana y a Lázaro"; ¿te ama Jesús en un sentido especial? Ay, muchos enfermos no poseen ninguna evidencia de algún amor especial de Jesús hacia ellos, pues nunca han buscado Su rostro, ni han confiado en Él. Jesús podría declararles: "Nunca os conocí", pues le han dado la espalda a Su sangre y a Su cruz.
Querido amigo, responde a tu propio corazón esta pregunta: "¿amas a Jesús?" Si lo amas, lo amas porque Él te amó primero. ¿Estás confiando en Él? Si confías en Él, esa fe tuya es la prueba que Él te ha amado desde antes de la fundación del mundo, pues la fe es la señal por la cual promete Su fidelidad a Su amado.
Si Jesús te ama, y estás enfermo, que todo el mundo vea cómo glorificas a Dios en tu enfermedad. Los amigos y las enfermeras han de ver cómo los amados del Señor son alentados y consolados por Él. Tu santa resignación ha de asombrarlos, y ha de conducirlos a admirar a tu Amado, que es tan lleno de gracia para contigo, que te hace feliz en el dolor y te da gozo a las puertas del sepulcro.
Si tu religión tiene algún valor, debería apoyarte ahora, y entonces forzará a los incrédulos a ver que aquel a quien el Señor ama está en una mejor condición cuando está enfermo, que los impíos cuando están llenos de salud y vigor.
Si no sabes que Jesús te ama, careces de la estrella más resplandeciente que pueda alegrar la noche de la enfermedad. Espero que no mueras como estás ahora, y pases al otro mundo sin gozar del amor de Jesús: esa sería en verdad una calamidad terrible. Busca Su rostro de inmediato, y pudiera ser que tu actual enfermedad fuera una parte de la faceta del amor por el cual Jesús quiere atraerte a Él. Señor, sana a todos estos enfermos en el alma y en el cuerpo. Amén.