"Cada momento la regaré." Isaías 27:3 |
Cuando el Señor está más decidido a la justicia, es a la vez solícito en Su amor. El día de la venganza de nuestro Dios es también el año de la buena voluntad del Señor. En la Escritura que estamos considerando, el profeta dice: "Porque he aquí que Jehová sale de su lugar para castigar al morador de la tierra por su maldad contra él" (Isaías 26: 21), y anuncia que el Señor saldrá como alguien armado con una espada grande y fuerte para herir a los más fieros de Sus enemigos con una herida mortal (Isaías 27: 1); pero antes de haber desnudado Su brazo para la batalla, preparó aposentos de refugio para Su pueblo, para que pudiera habitar como detrás de puertas cerradas, hasta que pasara la tempestad de la indignación (Isaías 26: 20).
Los gritos de guerra no impidieron que el Señor recordara a Su amada y Su cantar de amor relativo a ella, pues dice: "En aquel día cantad acerca de la viña del vino rojo. Yo Jehová la guardo, cada momento la regaré." Feliz el pueblo que incluso en el día de la ira es satisfecho con favor. Bienaventurados los herederos de la gracia que oyen decir al vengador justo y terrible en lo tocante a ellos: "No hay enojo en mí" (versículo 4).
El amor del Señor hacia toda Su iglesia va dirigido a cada miembro individual suyo; el cuidado que pone de manifiesto para con la viña es ejercido sobre cada vid que ha plantado. Así, entonces, podemos creer sin ningún titubeo, que el Señor hará por nosotros, personalmente, aquello que promete hacer por Su pueblo como un todo; de lo contrario, se habrían mencionado algunas excepciones, y la palabra habría sido en este sentido: Yo regaré una parte de mi viña, pero una porción de las plantas será dejada para que se seque. La palabra del Señor es tan fiel, que nunca despertaría expectaciones infundadas mediante enunciados generales, si hubiera casos, en verdad, que no estuvieren incluidos allí.
Podemos concluir con seguridad que, si el Señor hubiese tenido la intención de dejar sin algún privilegio a un alma creyente, lo habría mencionado, pues no ha hablado nada en secreto, en algún lugar oscuro de la tierra, que militara en contra de la felicidad de un solo miembro de Su pueblo.
Esto, entonces, amados amigos, es la prenda de amor concerniente a la vida espiritual de mi alma y de la suya, y del alma de cada humilde creyente en Jesús: "Cada momento la regaré." Esta es una preciosa promesa, y entre más meditemos en ella, más rica se manifestará. Que seamos regados ahora por el Espíritu Santo, mientras meditamos en este riego prometido.
En los climas cálidos, la irrigación es esencial para la fertilidad; por esta razón, los viajeros ven por todos lados estanques y corrientes de agua, norias y cisternas, y canales en los que el agua pueda fluir. El riego surge de una necesidad, y se le presta una cuidadosa atención, porque, de otra manera, el labrador o el hortelano buscarían el fruto en vano.
Yo le hice la observación a un hortelano, en el sur de Francia, que el clima era malo, pero él replicó que era bueno para el huerto, pues la lluvia proporcionaba mucho agua, y eso era lo principal.
En el Paraíso, no era una ventaja insignificante para sus verdes enramadas, que un río repartido en cuatro brazos siguiera su curso en su interior, y que, antes de que la lluvia hubiese caído sobre la tierra, subía de la tierra un vapor que regaba la faz del suelo. De la necesidad y del valor del agua para las plantas de la tierra, el Señor quería enseñarnos nuestra propia necesidad de Su gracia, y la preciosidad de esa gracia, y hacía más deleitable Su promesa del suministro de gracia para nuestras almas.
Para que podamos valorar la bondad del Señor en las promesas que están ante nosotros, vamos a considerar la necesidad de que seamos regados, la manera en la que el Señor promete suplir nuestra necesidad, y la certeza de que lo hará. Oh, anhelamos una meditación viva, que no sea sobre la letra de la palabra únicamente, sino sobre su enseñanza más íntima.
I. Hay una gran necesidad para el riego prometido en el texto.
Podemos concluir esto de la propia promesa, puesto que no hay una palabra de promesa que sea superflua en todas las Escrituras, y más bien se vuelve más evidente cuando reflexionamos en que la vida de toda criatura depende de un perpetuo fluir del poder divino.
La existencia es una creación continuada, pues las criaturas no tienen ningún poder en ellas mismas para preservar su propio ser; incluso las sólidas rocas y las grandes montañas se derretirían como si fuesen sombras si la eterna omnipotencia no les mantuviera el ser a cada momento. El mundo no es semejante a una rueda, que, habiendo recibido un gran impulso proveniente de una mano poderosa, continúa girando mucho tiempo después de que la mano es retirada; más bien, la divina energía fluye continuamente para sostener todas las cosas que ha creado.
Ahora, la misma ley es válida en las más escogidas e ilustres obras de Dios en el reino de la gracia, y multitudes de ilustraciones de esto pueden encontrarse en las Santas Escrituras. Los creyentes son piedras, pero su apoyo proviene continuamente de su cimiento; son ramas que succionan perpetuamente el sustento del tronco, son miembros del cuerpo que reciben siempre vida de la Cabeza.
Para con Dios, nosotros somos torrentes y no fuentes; rayos de luz, no soles; lámparas que han de ser despabiladas y alimentadas con aceite; ovejas que necesitan de un cuidado y de una alimentación incesantes. La vida interior no puede sustentarse por sí misma. Una señal de su presencia es que el creyente no sólo es dependiente como criatura, sino que lo siente, como criatura viva, sensible, instruida y confiada. El cristiano no tiene ninguna objeción contra la insinuación de absoluta debilidad que está implícita en el texto, pues está muy consciente que debe ser regado a cada instante o se secaría de raíz y cesaría de existir.
Además, la verdad es especialmente cierta en lo tocante al creyente, pues una multitud de agencias están trabajando para secar la humedad de su alma. En lo que respecta a este mundo, el cristiano está plantado en una tierra seca y sedienta, donde no hay agua; sus aflicciones tienden a abrasarlo, como el viento ardiente del desierto, y los goces terrenales son todavía más como el simún que calienta como un horno. Las tentaciones de Satanás quemarían y marchitarían nuestros corazones a menos que el agua de vida sea derramada en abundancia en nuestra raíz; y los hombres del mundo actúan de la misma manera.
Si confiáramos en nosotros mismos, pronto seríamos como las matas del desierto, o como la hierba que crece en los tejados. El pecado que habita en nosotros es especialmente una ráfaga devoradora, y si actuara sin restricción ni contrapeso, convertiría el huerto del alma en un desierto desolado. Somos como plantas colocadas en la hoguera de un sol tropical, sobre la que un horno ardiente derrama su calor tremendo. Un instante sin el riego y la sombra divinos, nos secaría por completo.
Tampoco tenemos ninguna otra fuente de suministro que no sea el Dios viviente. "Todas mis fuentes están en ti." Tenemos las ordenanzas y los medios de la gracia, pero no podemos, por nosotros mismos, extraer una bendición de ellos: el Espíritu de Dios es como el rocío y la lluvia, pero nosotros no podemos regir Sus influencias, pues estas están completamente a la disposición soberana del Señor.
Para convencernos de nuestra absoluta impotencia en el asunto, el Señor nos pregunta en el Libro de Job: "¿Alzarás tú a las nubes tu voz, para que te cubra muchedumbre de aguas?" No, los odres de los cielos se inclinan al mandato de Jehová, y a menos que Su beneplácito dé a la tierra su refrigerio "el polvo se ha convertido en dureza, y los terrones se han pegado unos con otros", los torrentes se han secado, y las fuentes de agua fallan. Nadie puede suministrarnos una gota de agua espiritual a menos que las infinitas profundidades de la gracia divina se derramen para nosotros y el Señor visite el corazón y lo riegue con el río de Dios, que está lleno de agua. De aquí la necesidad de que clamemos con David: "Extendí mis manos a ti, mi alma a ti como la tierra seca."
También recuerden que nuestra necesidad de riego divino es vista claramente cuando consideramos qué sequía, y esterilidad y muerte nos sobrevendrían si Su mano fuese retirada. Entonces se cumpliría en nosotros la profecía de Jeremías: "Los nobles enviaron sus criados al agua; vinieron a las lagunas, y no hallaron agua; volvieron con sus vasijas vacías; se avergonzaron, se confundieron, y cubrieron sus cabezas. Porque se resquebrajó la tierra por no haber llovido en el país, están confusos los labradores, cubrieron sus cabezas." Entonces nuestra hoja se marchitaría y nuestra raíz se secaría; en cuanto al fruto, no habría ninguno, y sólo seríamos buenos para ser quemados. Sin riego, cada momento los más fieles de nosotros serían desechados, y sólo seríamos buenos para el fuego; cada profeta se volvería un Balaam, cada apóstol un Judas y cada discípulo un Demas. Debemos ser regados, y regados a cada instante, o moriremos. Señor sálvanos porque perecemos. Mira desde el cielo, y contempla y visita esta vid y la viña que Tu diestra ha plantado.
II. Este punto está claro, y nuestra experiencia lo trae diariamente a nuestra consideración. Ahora hemos de ver cuidadosamente LA MANERA en la que el Señor promete regar a Su pueblo: "Cada momento la regaré".
Nuestro primer pensamiento es generado por el acto perpetuo: "cada momento" el Señor regará la viña. No hay nunca un momento en el que cese de necesitar el riego, y, por tanto, el suministro es tan constante como la demanda. Él dice además: "La guardaré de noche y de día, para que nadie la dañe", de tal forma que a todas horas de la noche, así como del día, el cuidado del Señor está sobre Su pueblo. La misericordia no conoce pausas. La gracia no tiene horas canónicas, o, más bien, todas las horas son igualmente canónicas: sí, y todos los instantes también.
Nosotros podemos cesar en nuestras peticiones, pero Dios no detiene Su dar. Tal vez no percibamos los flujos de Su gracia, y, sin embargo, nunca son suspendidos, no, ni siquiera por un instante, pues de lo contrario no sería verdad: "cada momento la regaré." Esto nos conduce a estar seguros de nuestra perseverancia final, puesto que Su perseverancia en regar producirá nuestra perseverancia en florecer, en echar hojas y producir fruto, pues de lo contrario Su riego sería vano, Su gracia ineficaz, y Su propósito sería frustrado, y no sería verdad que nadie dañaría a la viña.
Gloria sea dada al grandioso Guarda de las viñas, ya que Él rendirá buenas cuentas de Su cargo, diciendo: "De los que me diste, no perdí ninguno." Entre aquí y el cielo nunca habrá un momento en el que el Señor no riegue a Su pueblo, y, por tanto, nunca habrá un momento en el que se secarán, y sean expuestos a perecer. La fe ha de asirse a esto y obtener fuerzas de esto.
Y esto no es todo: el riego del Señor es un acto renovado. Él no nos riega una vez en gran abundancia, y luego deja que vivamos con aquello que ya derramó. Él no provoca que caiga tanta lluvia en un día que pueda regar la tierra durante siete años, pues no podría haber entonces una dependencia diaria de Él en cuanto a la lluvia y al rocío; tampoco da a Sus siervos gracia suficiente en un momento dado para que les sirva durante un mes, o una semana, o un día, o incluso una hora, sino que los riega "cada momento" para que puedan saber que ningún instante del tiempo pueden prescindir de Él. Él colocó la fuente entera del agua viva en Su Hijo, pues en Él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad, pero en nuestro caso Él mide Sus lluvias para que busquemos y obtengamos nuevos flujos de vida eterna, y cada momento contraigamos nuevas deudas para con Su infinito amor.
Es muy dulce que sea así, pues de esta manera tenemos en cada momento una razón para acudir a Él, en vista de que cada momento tiene algo que impartirnos. Si estuviésemos conscientes de nuestra pobreza en este momento, no deberíamos desesperar, y ni siquiera sentirnos abatidos, pues el siguiente momento tiene su riego establecido, y antes del siguiente tictac del reloj, la fe recibirá una inundación de gracia, de acuerdo a la promesa: "Porque yo derramaré aguas sobre el sequedal, y ríos sobre la tierra árida."
La atención debe ser dirigida agradecidamente al hecho de que el riego prometido por el Señor es un acto personal. "La regaré." Apolos riega, pero él no puede hacerlo por sí mismo, ni tampoco puede hacerlo a cada momento, ni hacerlo en absoluto, excepto como un instrumento en las manos de Dios. El Señor hace Su obra eficazmente; así como en la creación no habló en vano, sino que habló y fue hecho, así en la gracia Él riega, y nosotros somos verdaderamente regados.
Dulce es la verdad de que no somos abandonados a segundas causas o agentes; estos podrían fallarnos en la hora de la necesidad, sí, demostrarían ser embusteros para con nosotros si dependiéramos de ellos, pues sería imposible que cualquiera de ellos, o todos ellos puestos juntos, nos regaran a cada momento; pero el Dios todo suficiente, de Sus ilimitados depósitos de gracia y en Su propia persona, puede y quiere suministrar para siempre a Sus santos, dándoles para que sean llenos de Su plenitud y que nunca conozcan una carencia. Ni siquiera a Sus ángeles les ha entregado el cuidado de Sus santos, sino que Él mismo, por medio de la mediación de Su amado Hijo, nos guarda y nos riega cada momento por Su gracia eficaz.
¡Cuán condescendiente es esto de parte del Señor! Quien conduce a las estrellas por sus ejércitos, inclina los cielos para visitar las almas de ustedes y la mía, teniendo cuidado de que haya un canal para que el agua de vida fluya a los más pobres y más insignificantes de Su pueblo. Cuán cerca se aproxima el Señor hacia nosotros, y qué idea nos da de Su perpetua presencia activa. Así como el jardinero está sobre la planta, y derrama con sumo cuidado el agua a su alrededor, para nutrir sus raíces y lavar las hojas, de igual manera el Señor se pone sobre Su pueblo, por decirlo así, vigilándolos para bien, y dispensando Su gracia con toda sabiduría y prudencia conforme a su capacidad de recibirla.
Nuestra necesidad requiere de Su presencia permanente, y Su amor la concede. Cada momento el Señor está cerca de nosotros, pues cada momento nos riega. Cada momento nos ama, porque Su amor se está demostrando activamente en acciones condescendientes. Su amor sugiere el riego, y el riego demuestra Su amor. Él no está cansado nunca del trabajo que Él mismo ha asumido en amor, y que no delegará a otros porque está muy complacido en hacerlo Él mismo.
III. Esto basta para llenar nuestro escaso espacio: hemos de considerar ahora, en tercer lugar, LA CERTEZA de que el Señor regará cada planta que Su propia diestra ha plantado. En este punto un gran número de argumentos surgen naturalmente, pero nos contentaremos con el cimiento especial de confianza que es encontrado en el propio Señor y Sus actos previos de amor.
El Señor nuestro Dios es veraz y no puede mentir, y, por tanto, si Él dice: "La regaré" no necesitamos ninguna garantía adicional de que se hará. "El dijo, ¿y no hará?" ¿Ha quebrantado jamás la palabra que ha salido alguna vez de Su boca? Ciertamente no. El Señor es poderoso, y, por tanto, no puede dejar incumplida Su promesa por falta de poder para cumplirla. Él puede decir con seguridad: "lo haré", porque nada es imposible para Él. El "yo haré" del hombre es a menudo un alarde vacío, pero no es así con el Señor de los ejércitos. Nuestras almas necesitan suministros tan grandes como para vaciar ríos de gracia, pero el Dios todo suficiente es capaz de satisfacer las mayores demandas del innumerable pueblo Suyo, y Él las satisfará para Su propia honra y gloria para siempre. Aquí, entonces, vemos Su verdad, Su poder, y Su plena suficiencia comprometidos para proveer para Sus elegidos, y podemos estar seguros de que la garantía permanecerá.
La inmutabilidad y la omnipresencia de Dios, ambas, hablan en el mismo sentido. El Señor ha regado a Su pueblo hasta este momento, y como Él no puede cambiar, pueden esperar un tratamiento semejante de Sus manos. Él no revocará Su promesa ni cesará de cumplirla. Además, Él puede estar con Sus siervos necesitados en cada momento, como lo implica Su promesa; pues nunca se dirá de Él: "Quizá está meditando, o tiene algún trabajo, o va de camino; tal vez duerme, y hay que despertarle." Mientras Él está trabajando en el cielo y en la tierra, y en todos los lugares profundos, Su mano agraciada puede estar ocupada entre las tiernas plantas de Su gracia, y eso, en todos los momentos, sí, en cada momento.
Si necesitamos una confirmación adicional, podemos recordar muy bien que el Señor ya ha regado Su viña de una manera mucho más costosa de la que vaya a necesitar jamás. El Señor Jesús la ha regado con un sudor de sangre, y ¿podría suponerse que la dejará ahora? Getsemaní obró para la iglesia mucho más allá de cualquier necesidad futura que pudiera presentársele; Aquel que no escatimó Su propia sangre, no suspenderá el riego para aquellos que ha redimido.
Querido amigo, tú y yo le hemos costado ya tanto al Salvador, que no hay temor de que se separe de nosotros, o que pierda Su recompensa en nosotros, entregándonos a la esterilidad. Jesús ha cumplido en favor nuestro un compromiso más pesado que el compromiso que está contenido en el texto. Él dijo: "Yo redimiré", y ha cumplido Su palabra; y ahora, si Él declara: "La regaré", sería un exceso de incredulidad desconfiar de Su palabra.
Hasta aquí la sagrada promesa ha sido debidamente cumplida, pues hemos sido preservados por gracia en la vida espiritual. Nos han sobrevenido tiempos de sequía, y, sin embargo, no se ha permitido que nuestra alma pase hambre; ¿por qué, entonces, habríamos de cuestionar la bondad de Dios en cuanto a los años por venir? Su deleite está en nosotros al igual que siempre, porque Jesús, en quien nos contempla, es tan codiciable y amable como siempre, y, por tanto, podemos esperar la misma amabilidad proveniente del mismo corazón amante.
No sólo se ha comprometido Él mismo a regar a Su pueblo, sino que una y otra vez ha hablado en tal sentido. Oigan cómo habla Isaías por el Espíritu Santo: "Jehová te pastoreará siempre, y en las sequías saciará tu alma, y dará vigor a tus huesos; y serás como huerto de riego, y como manantial de aguas, cuyas aguas nunca faltan."
Jeremías también habla en el mismo sentido, en su capítulo treinta y uno, en el versículo doce. ¿Se arrepentirá el Señor de Su pacto? ¿Blasfemaríamos Su nombre suponiendo que será falso a Sus compromisos? Incredulidad, oculta tu cabeza culpable. Tú que dudas, consuélate. El que dijo: "Cada momento la regaré" no debe ser deshonrado por tus sospechas culpables, pues Él hará conforme ha dicho. Es verdad que tu corazón es por naturaleza estéril y seco, pero ¿qué tiene eso que ver con la promesa de la gracia inmerecida como para volverla inútil? ¿Acaso tu condición reseca y desolada no ha de ser vista como una mayor razón para que el Señor abra las ventanas del cielo sobre ti y derrame Su bendición?
Una cosa no ha de ser olvidada nunca: pertenecemos al Señor. Por tanto, si no nos regara, Él mismo sería el perdedor. Si un dueño de tierras de viñedos permitiera que sus tierras se quemaran por la sequía, no se beneficiaría en nada de su propiedad; la viña se secaría, y él mismo no recogería los racimos. Debemos decir esto con reverencia: el Señor mismo no vería nunca el fruto de la aflicción de Su alma en vides desatendidas, ni en corazones que no son santificados ni regenerados, ni en hombres cuyas gracias decaen y mueren por falta de riegos divinos. El Señor debe completar la obra, o perder lo que ha obrado, y eso no sería consistente con la visión anticipada de Su sabiduría, o el propósito de Su corazón. Él nos eligió, Él nos compró, Él se deleita en nosotros, Él empeñó Su propia gloria en lo relativo a nosotros, y por ellos podemos estar seguros, más allá de toda contingencia, de que nos regará hasta el fin.
¿Nos riega Él cada momento? Entonces Su alabanza ha de estar en nuestra boca continuamente. ¿Se preocupa de esta manera por nosotros? Entonces, preocupémonos por el avance de Su causa, por la extensión de Su reino y por el bien de Su pueblo. Aquel que es regado de esta manera debe a su vez regar a otros. Si el Señor pone dentro de nosotros una fuente de agua viva a través de Su riego divino, entonces demos a otros ríos de agua viva. Sin embargo, este no ha de ser nuestro primer pensamiento, sino hemos de salir clamando: "Señor, haz de mi alma como un huerto de riego." Satura mi vellón, llena mi vasija hasta el borde, y mantenlo lleno por siempre. Cumple esta palabra a Tu siervo, con la cual me has motivado a esperar, y riégame cada momento, también a mí."
El amor del Señor hacia toda Su iglesia va dirigido a cada miembro individual suyo; el cuidado que pone de manifiesto para con la viña es ejercido sobre cada vid que ha plantado. Así, entonces, podemos creer sin ningún titubeo, que el Señor hará por nosotros, personalmente, aquello que promete hacer por Su pueblo como un todo; de lo contrario, se habrían mencionado algunas excepciones, y la palabra habría sido en este sentido: Yo regaré una parte de mi viña, pero una porción de las plantas será dejada para que se seque. La palabra del Señor es tan fiel, que nunca despertaría expectaciones infundadas mediante enunciados generales, si hubiera casos, en verdad, que no estuvieren incluidos allí.
Podemos concluir con seguridad que, si el Señor hubiese tenido la intención de dejar sin algún privilegio a un alma creyente, lo habría mencionado, pues no ha hablado nada en secreto, en algún lugar oscuro de la tierra, que militara en contra de la felicidad de un solo miembro de Su pueblo.
Esto, entonces, amados amigos, es la prenda de amor concerniente a la vida espiritual de mi alma y de la suya, y del alma de cada humilde creyente en Jesús: "Cada momento la regaré." Esta es una preciosa promesa, y entre más meditemos en ella, más rica se manifestará. Que seamos regados ahora por el Espíritu Santo, mientras meditamos en este riego prometido.
En los climas cálidos, la irrigación es esencial para la fertilidad; por esta razón, los viajeros ven por todos lados estanques y corrientes de agua, norias y cisternas, y canales en los que el agua pueda fluir. El riego surge de una necesidad, y se le presta una cuidadosa atención, porque, de otra manera, el labrador o el hortelano buscarían el fruto en vano.
Yo le hice la observación a un hortelano, en el sur de Francia, que el clima era malo, pero él replicó que era bueno para el huerto, pues la lluvia proporcionaba mucho agua, y eso era lo principal.
En el Paraíso, no era una ventaja insignificante para sus verdes enramadas, que un río repartido en cuatro brazos siguiera su curso en su interior, y que, antes de que la lluvia hubiese caído sobre la tierra, subía de la tierra un vapor que regaba la faz del suelo. De la necesidad y del valor del agua para las plantas de la tierra, el Señor quería enseñarnos nuestra propia necesidad de Su gracia, y la preciosidad de esa gracia, y hacía más deleitable Su promesa del suministro de gracia para nuestras almas.
Para que podamos valorar la bondad del Señor en las promesas que están ante nosotros, vamos a considerar la necesidad de que seamos regados, la manera en la que el Señor promete suplir nuestra necesidad, y la certeza de que lo hará. Oh, anhelamos una meditación viva, que no sea sobre la letra de la palabra únicamente, sino sobre su enseñanza más íntima.
I. Hay una gran necesidad para el riego prometido en el texto.
Podemos concluir esto de la propia promesa, puesto que no hay una palabra de promesa que sea superflua en todas las Escrituras, y más bien se vuelve más evidente cuando reflexionamos en que la vida de toda criatura depende de un perpetuo fluir del poder divino.
La existencia es una creación continuada, pues las criaturas no tienen ningún poder en ellas mismas para preservar su propio ser; incluso las sólidas rocas y las grandes montañas se derretirían como si fuesen sombras si la eterna omnipotencia no les mantuviera el ser a cada momento. El mundo no es semejante a una rueda, que, habiendo recibido un gran impulso proveniente de una mano poderosa, continúa girando mucho tiempo después de que la mano es retirada; más bien, la divina energía fluye continuamente para sostener todas las cosas que ha creado.
Ahora, la misma ley es válida en las más escogidas e ilustres obras de Dios en el reino de la gracia, y multitudes de ilustraciones de esto pueden encontrarse en las Santas Escrituras. Los creyentes son piedras, pero su apoyo proviene continuamente de su cimiento; son ramas que succionan perpetuamente el sustento del tronco, son miembros del cuerpo que reciben siempre vida de la Cabeza.
Para con Dios, nosotros somos torrentes y no fuentes; rayos de luz, no soles; lámparas que han de ser despabiladas y alimentadas con aceite; ovejas que necesitan de un cuidado y de una alimentación incesantes. La vida interior no puede sustentarse por sí misma. Una señal de su presencia es que el creyente no sólo es dependiente como criatura, sino que lo siente, como criatura viva, sensible, instruida y confiada. El cristiano no tiene ninguna objeción contra la insinuación de absoluta debilidad que está implícita en el texto, pues está muy consciente que debe ser regado a cada instante o se secaría de raíz y cesaría de existir.
Además, la verdad es especialmente cierta en lo tocante al creyente, pues una multitud de agencias están trabajando para secar la humedad de su alma. En lo que respecta a este mundo, el cristiano está plantado en una tierra seca y sedienta, donde no hay agua; sus aflicciones tienden a abrasarlo, como el viento ardiente del desierto, y los goces terrenales son todavía más como el simún que calienta como un horno. Las tentaciones de Satanás quemarían y marchitarían nuestros corazones a menos que el agua de vida sea derramada en abundancia en nuestra raíz; y los hombres del mundo actúan de la misma manera.
Si confiáramos en nosotros mismos, pronto seríamos como las matas del desierto, o como la hierba que crece en los tejados. El pecado que habita en nosotros es especialmente una ráfaga devoradora, y si actuara sin restricción ni contrapeso, convertiría el huerto del alma en un desierto desolado. Somos como plantas colocadas en la hoguera de un sol tropical, sobre la que un horno ardiente derrama su calor tremendo. Un instante sin el riego y la sombra divinos, nos secaría por completo.
Tampoco tenemos ninguna otra fuente de suministro que no sea el Dios viviente. "Todas mis fuentes están en ti." Tenemos las ordenanzas y los medios de la gracia, pero no podemos, por nosotros mismos, extraer una bendición de ellos: el Espíritu de Dios es como el rocío y la lluvia, pero nosotros no podemos regir Sus influencias, pues estas están completamente a la disposición soberana del Señor.
Para convencernos de nuestra absoluta impotencia en el asunto, el Señor nos pregunta en el Libro de Job: "¿Alzarás tú a las nubes tu voz, para que te cubra muchedumbre de aguas?" No, los odres de los cielos se inclinan al mandato de Jehová, y a menos que Su beneplácito dé a la tierra su refrigerio "el polvo se ha convertido en dureza, y los terrones se han pegado unos con otros", los torrentes se han secado, y las fuentes de agua fallan. Nadie puede suministrarnos una gota de agua espiritual a menos que las infinitas profundidades de la gracia divina se derramen para nosotros y el Señor visite el corazón y lo riegue con el río de Dios, que está lleno de agua. De aquí la necesidad de que clamemos con David: "Extendí mis manos a ti, mi alma a ti como la tierra seca."
También recuerden que nuestra necesidad de riego divino es vista claramente cuando consideramos qué sequía, y esterilidad y muerte nos sobrevendrían si Su mano fuese retirada. Entonces se cumpliría en nosotros la profecía de Jeremías: "Los nobles enviaron sus criados al agua; vinieron a las lagunas, y no hallaron agua; volvieron con sus vasijas vacías; se avergonzaron, se confundieron, y cubrieron sus cabezas. Porque se resquebrajó la tierra por no haber llovido en el país, están confusos los labradores, cubrieron sus cabezas." Entonces nuestra hoja se marchitaría y nuestra raíz se secaría; en cuanto al fruto, no habría ninguno, y sólo seríamos buenos para ser quemados. Sin riego, cada momento los más fieles de nosotros serían desechados, y sólo seríamos buenos para el fuego; cada profeta se volvería un Balaam, cada apóstol un Judas y cada discípulo un Demas. Debemos ser regados, y regados a cada instante, o moriremos. Señor sálvanos porque perecemos. Mira desde el cielo, y contempla y visita esta vid y la viña que Tu diestra ha plantado.
II. Este punto está claro, y nuestra experiencia lo trae diariamente a nuestra consideración. Ahora hemos de ver cuidadosamente LA MANERA en la que el Señor promete regar a Su pueblo: "Cada momento la regaré".
Nuestro primer pensamiento es generado por el acto perpetuo: "cada momento" el Señor regará la viña. No hay nunca un momento en el que cese de necesitar el riego, y, por tanto, el suministro es tan constante como la demanda. Él dice además: "La guardaré de noche y de día, para que nadie la dañe", de tal forma que a todas horas de la noche, así como del día, el cuidado del Señor está sobre Su pueblo. La misericordia no conoce pausas. La gracia no tiene horas canónicas, o, más bien, todas las horas son igualmente canónicas: sí, y todos los instantes también.
Nosotros podemos cesar en nuestras peticiones, pero Dios no detiene Su dar. Tal vez no percibamos los flujos de Su gracia, y, sin embargo, nunca son suspendidos, no, ni siquiera por un instante, pues de lo contrario no sería verdad: "cada momento la regaré." Esto nos conduce a estar seguros de nuestra perseverancia final, puesto que Su perseverancia en regar producirá nuestra perseverancia en florecer, en echar hojas y producir fruto, pues de lo contrario Su riego sería vano, Su gracia ineficaz, y Su propósito sería frustrado, y no sería verdad que nadie dañaría a la viña.
Gloria sea dada al grandioso Guarda de las viñas, ya que Él rendirá buenas cuentas de Su cargo, diciendo: "De los que me diste, no perdí ninguno." Entre aquí y el cielo nunca habrá un momento en el que el Señor no riegue a Su pueblo, y, por tanto, nunca habrá un momento en el que se secarán, y sean expuestos a perecer. La fe ha de asirse a esto y obtener fuerzas de esto.
Y esto no es todo: el riego del Señor es un acto renovado. Él no nos riega una vez en gran abundancia, y luego deja que vivamos con aquello que ya derramó. Él no provoca que caiga tanta lluvia en un día que pueda regar la tierra durante siete años, pues no podría haber entonces una dependencia diaria de Él en cuanto a la lluvia y al rocío; tampoco da a Sus siervos gracia suficiente en un momento dado para que les sirva durante un mes, o una semana, o un día, o incluso una hora, sino que los riega "cada momento" para que puedan saber que ningún instante del tiempo pueden prescindir de Él. Él colocó la fuente entera del agua viva en Su Hijo, pues en Él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad, pero en nuestro caso Él mide Sus lluvias para que busquemos y obtengamos nuevos flujos de vida eterna, y cada momento contraigamos nuevas deudas para con Su infinito amor.
Es muy dulce que sea así, pues de esta manera tenemos en cada momento una razón para acudir a Él, en vista de que cada momento tiene algo que impartirnos. Si estuviésemos conscientes de nuestra pobreza en este momento, no deberíamos desesperar, y ni siquiera sentirnos abatidos, pues el siguiente momento tiene su riego establecido, y antes del siguiente tictac del reloj, la fe recibirá una inundación de gracia, de acuerdo a la promesa: "Porque yo derramaré aguas sobre el sequedal, y ríos sobre la tierra árida."
La atención debe ser dirigida agradecidamente al hecho de que el riego prometido por el Señor es un acto personal. "La regaré." Apolos riega, pero él no puede hacerlo por sí mismo, ni tampoco puede hacerlo a cada momento, ni hacerlo en absoluto, excepto como un instrumento en las manos de Dios. El Señor hace Su obra eficazmente; así como en la creación no habló en vano, sino que habló y fue hecho, así en la gracia Él riega, y nosotros somos verdaderamente regados.
Dulce es la verdad de que no somos abandonados a segundas causas o agentes; estos podrían fallarnos en la hora de la necesidad, sí, demostrarían ser embusteros para con nosotros si dependiéramos de ellos, pues sería imposible que cualquiera de ellos, o todos ellos puestos juntos, nos regaran a cada momento; pero el Dios todo suficiente, de Sus ilimitados depósitos de gracia y en Su propia persona, puede y quiere suministrar para siempre a Sus santos, dándoles para que sean llenos de Su plenitud y que nunca conozcan una carencia. Ni siquiera a Sus ángeles les ha entregado el cuidado de Sus santos, sino que Él mismo, por medio de la mediación de Su amado Hijo, nos guarda y nos riega cada momento por Su gracia eficaz.
¡Cuán condescendiente es esto de parte del Señor! Quien conduce a las estrellas por sus ejércitos, inclina los cielos para visitar las almas de ustedes y la mía, teniendo cuidado de que haya un canal para que el agua de vida fluya a los más pobres y más insignificantes de Su pueblo. Cuán cerca se aproxima el Señor hacia nosotros, y qué idea nos da de Su perpetua presencia activa. Así como el jardinero está sobre la planta, y derrama con sumo cuidado el agua a su alrededor, para nutrir sus raíces y lavar las hojas, de igual manera el Señor se pone sobre Su pueblo, por decirlo así, vigilándolos para bien, y dispensando Su gracia con toda sabiduría y prudencia conforme a su capacidad de recibirla.
Nuestra necesidad requiere de Su presencia permanente, y Su amor la concede. Cada momento el Señor está cerca de nosotros, pues cada momento nos riega. Cada momento nos ama, porque Su amor se está demostrando activamente en acciones condescendientes. Su amor sugiere el riego, y el riego demuestra Su amor. Él no está cansado nunca del trabajo que Él mismo ha asumido en amor, y que no delegará a otros porque está muy complacido en hacerlo Él mismo.
III. Esto basta para llenar nuestro escaso espacio: hemos de considerar ahora, en tercer lugar, LA CERTEZA de que el Señor regará cada planta que Su propia diestra ha plantado. En este punto un gran número de argumentos surgen naturalmente, pero nos contentaremos con el cimiento especial de confianza que es encontrado en el propio Señor y Sus actos previos de amor.
El Señor nuestro Dios es veraz y no puede mentir, y, por tanto, si Él dice: "La regaré" no necesitamos ninguna garantía adicional de que se hará. "El dijo, ¿y no hará?" ¿Ha quebrantado jamás la palabra que ha salido alguna vez de Su boca? Ciertamente no. El Señor es poderoso, y, por tanto, no puede dejar incumplida Su promesa por falta de poder para cumplirla. Él puede decir con seguridad: "lo haré", porque nada es imposible para Él. El "yo haré" del hombre es a menudo un alarde vacío, pero no es así con el Señor de los ejércitos. Nuestras almas necesitan suministros tan grandes como para vaciar ríos de gracia, pero el Dios todo suficiente es capaz de satisfacer las mayores demandas del innumerable pueblo Suyo, y Él las satisfará para Su propia honra y gloria para siempre. Aquí, entonces, vemos Su verdad, Su poder, y Su plena suficiencia comprometidos para proveer para Sus elegidos, y podemos estar seguros de que la garantía permanecerá.
La inmutabilidad y la omnipresencia de Dios, ambas, hablan en el mismo sentido. El Señor ha regado a Su pueblo hasta este momento, y como Él no puede cambiar, pueden esperar un tratamiento semejante de Sus manos. Él no revocará Su promesa ni cesará de cumplirla. Además, Él puede estar con Sus siervos necesitados en cada momento, como lo implica Su promesa; pues nunca se dirá de Él: "Quizá está meditando, o tiene algún trabajo, o va de camino; tal vez duerme, y hay que despertarle." Mientras Él está trabajando en el cielo y en la tierra, y en todos los lugares profundos, Su mano agraciada puede estar ocupada entre las tiernas plantas de Su gracia, y eso, en todos los momentos, sí, en cada momento.
Si necesitamos una confirmación adicional, podemos recordar muy bien que el Señor ya ha regado Su viña de una manera mucho más costosa de la que vaya a necesitar jamás. El Señor Jesús la ha regado con un sudor de sangre, y ¿podría suponerse que la dejará ahora? Getsemaní obró para la iglesia mucho más allá de cualquier necesidad futura que pudiera presentársele; Aquel que no escatimó Su propia sangre, no suspenderá el riego para aquellos que ha redimido.
Querido amigo, tú y yo le hemos costado ya tanto al Salvador, que no hay temor de que se separe de nosotros, o que pierda Su recompensa en nosotros, entregándonos a la esterilidad. Jesús ha cumplido en favor nuestro un compromiso más pesado que el compromiso que está contenido en el texto. Él dijo: "Yo redimiré", y ha cumplido Su palabra; y ahora, si Él declara: "La regaré", sería un exceso de incredulidad desconfiar de Su palabra.
Hasta aquí la sagrada promesa ha sido debidamente cumplida, pues hemos sido preservados por gracia en la vida espiritual. Nos han sobrevenido tiempos de sequía, y, sin embargo, no se ha permitido que nuestra alma pase hambre; ¿por qué, entonces, habríamos de cuestionar la bondad de Dios en cuanto a los años por venir? Su deleite está en nosotros al igual que siempre, porque Jesús, en quien nos contempla, es tan codiciable y amable como siempre, y, por tanto, podemos esperar la misma amabilidad proveniente del mismo corazón amante.
No sólo se ha comprometido Él mismo a regar a Su pueblo, sino que una y otra vez ha hablado en tal sentido. Oigan cómo habla Isaías por el Espíritu Santo: "Jehová te pastoreará siempre, y en las sequías saciará tu alma, y dará vigor a tus huesos; y serás como huerto de riego, y como manantial de aguas, cuyas aguas nunca faltan."
Jeremías también habla en el mismo sentido, en su capítulo treinta y uno, en el versículo doce. ¿Se arrepentirá el Señor de Su pacto? ¿Blasfemaríamos Su nombre suponiendo que será falso a Sus compromisos? Incredulidad, oculta tu cabeza culpable. Tú que dudas, consuélate. El que dijo: "Cada momento la regaré" no debe ser deshonrado por tus sospechas culpables, pues Él hará conforme ha dicho. Es verdad que tu corazón es por naturaleza estéril y seco, pero ¿qué tiene eso que ver con la promesa de la gracia inmerecida como para volverla inútil? ¿Acaso tu condición reseca y desolada no ha de ser vista como una mayor razón para que el Señor abra las ventanas del cielo sobre ti y derrame Su bendición?
Una cosa no ha de ser olvidada nunca: pertenecemos al Señor. Por tanto, si no nos regara, Él mismo sería el perdedor. Si un dueño de tierras de viñedos permitiera que sus tierras se quemaran por la sequía, no se beneficiaría en nada de su propiedad; la viña se secaría, y él mismo no recogería los racimos. Debemos decir esto con reverencia: el Señor mismo no vería nunca el fruto de la aflicción de Su alma en vides desatendidas, ni en corazones que no son santificados ni regenerados, ni en hombres cuyas gracias decaen y mueren por falta de riegos divinos. El Señor debe completar la obra, o perder lo que ha obrado, y eso no sería consistente con la visión anticipada de Su sabiduría, o el propósito de Su corazón. Él nos eligió, Él nos compró, Él se deleita en nosotros, Él empeñó Su propia gloria en lo relativo a nosotros, y por ellos podemos estar seguros, más allá de toda contingencia, de que nos regará hasta el fin.
¿Nos riega Él cada momento? Entonces Su alabanza ha de estar en nuestra boca continuamente. ¿Se preocupa de esta manera por nosotros? Entonces, preocupémonos por el avance de Su causa, por la extensión de Su reino y por el bien de Su pueblo. Aquel que es regado de esta manera debe a su vez regar a otros. Si el Señor pone dentro de nosotros una fuente de agua viva a través de Su riego divino, entonces demos a otros ríos de agua viva. Sin embargo, este no ha de ser nuestro primer pensamiento, sino hemos de salir clamando: "Señor, haz de mi alma como un huerto de riego." Satura mi vellón, llena mi vasija hasta el borde, y mantenlo lleno por siempre. Cumple esta palabra a Tu siervo, con la cual me has motivado a esperar, y riégame cada momento, también a mí."